Me resulta especialmente aleccionadora la tradición de la Exaltación de la Santa Cruz. Cuando en el año 630 el emperador Heraclio recuperó las reliquias de la Santa Cruz -que habían sustraído los persas cuando saquearon la Ciudad Santa-, quiso llevarla a hombros (en exaltación) hasta su primitivo lugar en el Calvario. Pero cada vez se le hacía más pesada. Zacarías, el obispo de Jerusalén, le dijo que debía despojarse de sus insignias de rey para poder hacerlo. El emperador, vestido pobremente y descalzo, entonces pudo llevar la Cruz hasta la cima del Gólgota.
Mons. Javier Echevarría propone tres formas de unirse, afectiva y efectivamente, a Cristo Crucificado:
1) “viviendo lo mejor posible la Misa, donde nos encontramos de modo sacramental, pero realmente, ante el divino Sacrificio del Calvario;”
2) “recibir con alegría las contrariedades y penas de nuestro caminar terreno”;
3) “buscar activamente la mortificación y la penitencia voluntarias, en las pequeñas cosas de cada jornada”.
Advierte también que “es “un error serio confundir la Cruz con la tristeza, con la resignación, con un panorama lúgubre, porque es todo lo contrario: nos trae y nos lleva a la felicidad que está en Cristo, y en Cristo crucificado”.
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