Ayer no pude escribir por estar atareado. Hoy, por la tarde, iba a escribir sobre lo que hice ayer –concelebrar en la Misa de consagración de un altar y la dedicación de la iglesia de Santa Catarina Ixtahuacán– y lo que hice hoy –la desbordante labor sacerdotal-parroquial–, pero embarga mi corazón un profundo sentimiento de pesar, aunque conjugado con la esperanza y la alegría, por la partida al Cielo de un alma privilegiada.
Se trata de una señora, amiga mía, con la que compartí ilusiones pastorales y me ayudó en tantas cosas durante mis escasos ocho meses de labor parroquial a tiempo completo en Parramos, allá por el año 2004. La llamábamos cariñosamente "doña Anita".
Se trata de una señora, amiga mía, con la que compartí ilusiones pastorales y me ayudó en tantas cosas durante mis escasos ocho meses de labor parroquial a tiempo completo en Parramos, allá por el año 2004. La llamábamos cariñosamente "doña Anita".
Cuando la conocí, quizá rondaría los cincuenta años –tengo que cerciorarme–, estaba trabajando de profesora en una escuela de idiomas; ya había dejado de trabajar en Casa Alianza, una institución que ayudaba a los “niños de la calle”. Este dato ya revela el temple de su carácter.
Fue de gran ayuda en la parroquia mientras estuve allí –lo fue también con los otros sacerdotes, antes y después de mí–, y la amistad ya quedó tan entrelazada que no haría sino crecer. Me culpaba después de que yo la había inducido nuevamente a Casa Alianza…, a donde, efectivamente, había regresado a trabajar, aunque tuvo que dejar el trabajo por problemas internos de la institución.
En fin, en la segunda mitad del año pasado le diagnosticaron un cáncer muy avanzado, agresivo, que debido a la negligencia de un médico, no fue atajado a tiempo. Llevó con mucha paciencia y fortaleza su enfermedad. Fueron varias sesiones de “quimio” las que aguantó, aunque le daban pocas esperanzas. En fin, anoche se la llevó Dios al Cielo.
No era una “crédula”, pues creía las cosas habiéndolas razonado. Era de una caridad despierta, pensando en los demás. Si fue siempre alegre, me recuerdo de su risa característica, no perdió su sonrisa y su optimismo durante la enfermedad. Su optimismo no fue ingenuo sino “sobrenatural”, diría yo. Era tal su optimismo, que cuando iban los amigos a verla –me lo dijeron varios–, salían removidos.
Mañana espero poder estar en el funeral, en donde espero encontrarme con grandes amigos comunes; creo que habrá mucha gente para esta despedida, aunque siempre quedará en el corazón de cada uno. La última vez hablamos de cómo sería el Cielo: ahora ya lo está gozando. Dios mediante nos veremos en el Cielo, “doña Anita”.
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