El último libro del Antiguo Testamento en
escribirse, el libro de la Sabiduría, nos recuerda el plan de Dios sobre la
humanidad y cómo hemos malogrado ese proyecto (cfr. Rm 5,12): el hombre nació
para la inmortalidad (Sb 2,23-24).
La muerte, que no era parte del proyecto
de Dios, viene a ser la muestra clara de la impotencia del hombre ante un
destino que escapa a su autoridad.
Sin embargo, ese castigo –la muerte- viene
a ser el remedio: como reza la liturgia de la Iglesia, “la muerte mordió muerte
en el fruto del árbol de la Cruz”, pues allí fue vencida.
La espiritualidad cristiana habla también
de la muerte; considerándola, nos invita a vivir sensatamente. Así reza un
salmo: “enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón
sensato” (Sal 89,12).
El cristiano, sabiendo que va a morir, no
pondrá su corazón en las cosas materiales, sino en Dios, que no defrauda, que
es la Vida. Por eso, el cristiano es el que mejor sabe vivir, el que vive en
paz y con felicidad, pues se sabe en la mirada de Dios, con la esperanza del
Cielo.
¿El trabajo? Es sólo medio para llegar al
Cielo. ¿Las riquezas? También. ¿Y...? También.
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