Queridísimos hermanos y hermanas:
Estos
hermanos e hijos nuestros han sido llamados al orden del
presbiterado. Reflexionemos atentamente a cuál ministerio serán elevados
en la Iglesia. Como bien saben, el Señor Jesús es el único Sumo Sacerdote del
Nuevo Testamento, pero en Él también todo el pueblo santo de Dios ha sido
constituido pueblo sacerdotal.
Sin
embargo, entre todos sus discípulos, el Señor Jesús quiere elegir algunos en
particular para que, ejerciendo públicamente en la Iglesia en su nombre, el
oficio sacerdotal en favor de todos los hombres, continúen su personal misión
de maestro, sacerdote y pastor.
Así como
en efecto, para ello Él había sido enviado por el Padre, del mismo modo Él
envió a su vez al mundo, primero a los apóstoles y luego a los obispos y sus
sucesores, a los cuales, finalmente, se les dio como colaboradores a los
presbíteros, que --unidos a ellos en el ministerio sacerdotal--, están llamados
al servicio del pueblo de Dios.
Después
de una madura reflexión y oración, ahora estamos por elevar al orden de los
presbíteros a estos hermanos nuestros, para que al servicio de Cristo, Maestro,
Sacerdote y Pastor, cooperen en la edificación del Cuerpo de Cristo que es la
Iglesia como pueblo de Dios y Templo Santo del Espíritu Santo.
En
efecto, ellos serán configurados en Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, es decir
que serán consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento y con
este título, que los une en el sacerdocio a su obispo, serán predicadores del
evangelio, pastores del Pueblo de Dios y presidirán las acciones de culto,
especialmente en la celebración del sacrificio del Señor.
En cuanto
a ustedes, hermanos e hijos amadísimos, que están por ser promovidos al orden
del presbiterado, consideren que ejerciendo el ministerio de la Sagrada
Doctrina serán partícipes de la misión de Cristo, único Maestro. Dispensen a
todos aquella Palabra de Dios que ustedes mismos han recibido con alegría.
Recuerden a sus madres, a sus abuelitas, a sus catequistas, que les dieron la
Palabra de Dios, la fe... ¡el don de la fe! Que les transmitieron este don de
la fe.
Lean y
mediten asiduamente la Palabra del Señor, para creer aquello que han leído,
para enseñar lo que aprendieron en la fe, y para vivir lo que han enseñado.
Recuerden también que la Palabra de Dios no es propiedad de ustedes: es Palabra
de Dios. Y la Iglesia es la que custodia la Palabra de Dios.
Por lo
tanto, que su doctrina sea alimento para el Pueblo de Dios; alegría y sostén
para los fieles de Cristo, el perfume de sus vidas, porque con su palabra y
ejemplo edifican la casa de Dios, que es la Iglesia.
Ustedes
continuarán la obra santificadora de Cristo. Mediante su ministerio, el
sacrificio espiritual de los fieles se hace perfecto, porque se une al
sacrificio de Cristo, que por medio de sus manos, en nombre de toda la Iglesia,
es ofrecido de modo incruento sobre el altar en la celebración de los santos
misterios.
Reconozcan
pues lo que hacen, imiten lo que celebren, para que participando en el misterio
de la muerte y resurrección del Señor, lleven la muerte de Cristo en su cuerpo
y caminen con Él en la novedad de la vida.
Con el
Bautismo agregarán nuevos fieles al Pueblo de Dios. Con el Sacramento de la
Penitencia redimirán los pecados en nombre de Cristo y de la Iglesia. Y hoy les
pido en nombre de Cristo y de la Iglesia: por favor, no se cansen de ser
misericordiosos.
Con el
óleo santo darán alivio a los enfermos y a los ancianos: no se avergüencen de
tener ternura con los ancianos. Celebrando los ritos sagrados, y elevando
oraciones de alabanza y súplica durante las distintas horas del día, ustedes se
harán voz del Pueblo de Dios y de la humanidad entera.
Conscientes
de haber sido elegidos entre los hombres y constituidos en su favor para cuidar
las cosas de Dios, ejerzan con alegría y caridad sincera la obra sacerdotal de
Cristo, con el único anhelo de gustar a Dios y a no a ustedes mismos. Sean
pastores, no funcionarios. Sean mediadores, no intermediarios.
En fin,
participando en la misión de Cristo, Cabeza y Pastor, en comunión filial con su
obispo, comprométanse en unir a sus fieles en una única familia, para
conducirlos a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo.
Tengan
siempre ante sus ojos el ejemplo del Buen Pastor, que no ha venido para ser
servido, sino para servir y para tratar de salvar lo que estaba perdido.
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