Estamos terminando el día viernes y
terminan las labores académicas programadas para la comunidad. Luego, cada uno
busca sacar tiempo para estudiar por su cuenta, en medio del resto de
actividades. Yo ya estoy deseando descansar, pero no quería dejar de escribir
unas letras para mis amigos.
En la tarde me puse a confesar un rato ―a descargar el alma de los
penitentes, a esta sesión divina de “terapia espiritual”―.
Ahora no me preocupé de lo del otro día: si me recordaba bien de la fórmula de
la absolución, es decir, la fórmula para que se dé el perdón de los pecados. En
verdad, cuando quise “pensar” seriamente en lo que estaba diciendo (la fórmula),
casi tropiezo...
Ya son trece años de estar impartiendo
este poder maravilloso diciéndole al penitente: “tus pecados están perdonados”,
“vete en paz”. A diferencia de la primera vez que se me olvidó (al menos dije
las palabras esenciales), la fórmula de
la absolución ahora me sale casi sin pensarlo, de tantas veces repetida.
Es preciosa la fórmula de la absolución,
cuánta riqueza divina y teológica encierra. Es para considerarla tantas veces
ante Dios, misericordioso. La fórmula es:
Dios, Padre misericordioso, que reconcilió
consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el
Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio
de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
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