A diario, a veces a cuenta gotas, vienen al
Seminario personas que quieren confesarse, con la confianza de que hay un
sacerdote que les atenderá. En la medida que se puede se les atiende.
Lo que le dije a uno, me ha servido
también a mí para pensar en lo que supone que se me absuelva, cuando voy a
confesarme: “¿Se da cuenta que, cuando venimos a confesarnos, Dios siempre nos
perdona? ¡Cuán grande es el amor de Dios que no pone más condición que lo que
le dijo a aquella mujer pecadora: ‘Yo tampoco te condeno. En adelante, vete y
no peques más’. Allí está nuestra responsabilidad: no defraudar a Dios, nuestro
Padre, que nos quiere con locura. Tenemos que cambiar de vida y luchar para no
ofenderle más”.
¿No te remueven estos pensamientos?
Hace algún rato, mientras compartía con
una familia amiga, comenté que ese día me había confesado, por lo que uno de
los muchachos, al escucharme, abrió los ojos como platos, comentando: “¿Y
ustedes, los sacerdotes, se confiesan?” A lo que respondí: “¡Claro! Me confieso
cada ocho días, pues lo necesito”, a lo que abrió más los ojos, si cabía.
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