La foto es sólo con fines figurativos. |
Había encomendado la intención.
Después de medio día de ayer me dirigí hacia el hospital San Juan de Dios en donde me esperaba una enferma que quería reconciliarse con Dios. Durante su no tan larga pero sí considerable edad nunca había tenido la oportunidad de hacerlo, entretenida en los vaivenes de la vida y ciertas complicaciones, consecuencia de las decisiones.
Con tranquilidad fue desgranando las cargas de su vida. En algunos momentos sollozaba pensando en lo mucho que había ofendido a Dios. También le pidió al sacerdote que le ayude a hacer una buena Confesión.
Con profunda fe, con los ojos cerrados escuchando cada palabra, recibió la absolución. Después, también con profunda fe, recibió la Sagrada Eucaristía que había llevado conmigo para hacer su Primera Comunión. Corrieron por sus mejillas unas lágrimas, esta vez no de pena y congoja sino de alegría y serenidad, de esa paz que sólo Cristo puede dar.
¿Pueden imaginarse lo agradecida que estaba? ¿Quién no lo estaría en estas circunstancias, con tan grandes dones?
Y yo, dichoso de haber sido instrumento de que esta alma se reconciliara con Dios. Aunque siempre queda todavía pendiente el tema de cómo ayudar mejor sacerdotalmente a las almas que penan en el hospital, y a tantos enfermos que necesitan el aliento espiritual y psicológico y corporal.
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