¡Pobre jovenzuelo! Tenía ganas de vida adulta. Tenía ganas de libertad, ese brebaje embriagador que gusta hasta el límite una vez que lo pruebas…
Ansias tenía de conocer mundo, de experimentar los placeres que presenta la imaginación; quería romper con toda regla y toda autoridad. No quería tener horarios ni ojos que le controlen: ser libre como el viento. Tenía dinero –se lo había dado su padre después de que se lo pidiera–, inteligencia, buen parecer y muchas ganas de “vivir”.
Pasó el tiempo. El dinero se le acabó, el tiempo se perdió, el cuerpo se marchitó, el alma se hastió. Pensaba llenarse de lo que el mundo ofrece…, y se quedó vacío. Las “cosas” no llenan: vacían.
Viéndose en tal tesitura, con el interior completamente vacío, se encontró con un psicólogo que, filantrópicamente, se ofreció a ayudarle a salir de ese abismo. Tuvo tantas sesiones con el profesional como pudo su escasa voluntad forzarle. Cada vez se desesperaba más, porque no encontraba sentido a su vida; intentó poner fin a todo.
Pero, de súbito, en ese instante que separa esta vida de la otra, se le presentó su vida a los ojos como en una película en flashback, ordenadamente, desde las vivencias más recientes hasta las más remotas, hasta que llegó su memoria a la casa paterna. Y allí se congeló la imagen...: vio a su padre anciano –¿estará vivo aún?–, enfermo, muy apenado por la partida del hijo. Se acordó del beso de despedida… ¡Cuánto dolor causado!, ¡cuánta desdicha!
Y se dijo: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti…” (Lc 15,18), y se fue a confesar. Nunca había experimentado tanta alegría, tanta luz, tanto amor. “Un día en tus atrios vale más que mil en mi casa” (Sal 84,10).
"Os digo que, del mismo modo, habrá en el cielo mayor alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse" (Lc 15,7).
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