La Trinidad (detalle), de El Greco |
Tomada de la Carta Pastoral de Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei. Para leerla entera.
Hace varios años, en una catequesis a niños que se preparaban para recibir la primera Comunión, Benedicto XVI explicaba el significado de la adoración a Dios. «La adoración —decía— es reconocer que Jesús es mi Señor, que Jesús me señala el camino que debo tomar, me hace comprender que sólo vivo bien si conozco el camino indicado por Él, sólo si sigo el camino que Él me señala. Así pues, adorar es decir: "Jesús, yo soy tuyo y te sigo en mi vida; no quisiera perder jamás esta amistad, esta comunión contigo". También podría decir que la adoración es, en su esencia, un abrazo con Jesús, en el que le digo:" Yo soy tuyo y te pido que Tú también estés siempre conmigo"» (Benedicto XVI, Encuentro de catequesis con los niños de primera Comunión, 15-X-2005.).
He recogido este texto porque, en la sencillez de la respuesta, se manifiesta el significado esencial de la actitud que, en cuanto criaturas, debemos a nuestro Creador. (…) Unos grandes de la tierra [los reyes magos] se postran y adoran a ese Niño, porque la luz interior de la fe les ha hecho reconocer a Dios mismo. Por contraste, el pecado —sobre todo el mortal— es precisamente lo contrario: no querer reconocer a Dios como Dios, no querer postrarse ante Él, intentar —como Adán y Eva en el Paraíso terrenal— ser como dioses, conocedores del bien y del mal (Gn 3,5). Nuestros primeros padres aspiraron, en su soberbia, a una autonomía completa de Dios; tentados por Satanás, no quisieron reconocer la supremacía de su Creador ni su amor de Padre. Ésta es la desgracia más grande de la humanidad, del hombre y la mujer de todos los tiempos, como recuerda San Pablo en las primeras líneas de la carta a los Romanos. Para el Apóstol, la culpa de aquellos paganos era tener aprisionada la verdad en la injusticia (Rm 1,18), no reconocer a Dios como Señor ni adorarle, a pesar de que contaban con suficientes signos externos. Después de haber conocido a Dios por las maravillas de la creación, no le glorificaron como Dios ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos y se oscureció su insensato corazón (Rm 1,21).
Es una tragedia que se presenta con contornos netos en la sociedad actual, al menos en gran parte del mundo. No pretendo cargar las tintas, ni soy pesimista; al contrario: es un hecho que no pode-mos dejar de reconocer y que nos ha de animar a propagar la alegría de la Verdad. Insisto: el sentido de la adoración se ha perdido en grandes estratos de los países, y los cristianos consecuentes —con optimismo sobrenatural y humano— estamos convocados a reavivar en las demás personas esa actitud, la única congruente con la auténtica condición de las criaturas. Si las gentes no adoran a Dios, se adorarán a sí mismas en las diversas formas que registra la historia: el poder, el placer, la riqueza, la ciencia, la belleza...; sin percatarse de que todo eso, desvinculado de su fundamento último que es Dios, se esfuma: «La criatura sin el Creador desaparece» (GS 36), dice lapidariamente el Concilio Vaticano II. Por eso, en la tarea de la nueva evangelización, resulta de primera importancia ayudar a quienes conviven con nosotros a redescubrir la necesidad y el sentido de la adoración. Las próximas solemnidades de la Ascensión, de Pentecostés y del Corpus Christi, se alzan como una invitación «a redescubrir la fecundidad de la adoración eucarística (...), condición necesaria para dar mucho fruto (cfr. Jn 15,5) y evitar que nuestra acción apostólica se limite a un activismo estéril, sino que sea testimonio del amor de Dios» (Benedicto XVI, Discurso en la Asamblea eclesial de la Diócesis de Roma, 15-VI-2010).
He recogido este texto porque, en la sencillez de la respuesta, se manifiesta el significado esencial de la actitud que, en cuanto criaturas, debemos a nuestro Creador. (…) Unos grandes de la tierra [los reyes magos] se postran y adoran a ese Niño, porque la luz interior de la fe les ha hecho reconocer a Dios mismo. Por contraste, el pecado —sobre todo el mortal— es precisamente lo contrario: no querer reconocer a Dios como Dios, no querer postrarse ante Él, intentar —como Adán y Eva en el Paraíso terrenal— ser como dioses, conocedores del bien y del mal (Gn 3,5). Nuestros primeros padres aspiraron, en su soberbia, a una autonomía completa de Dios; tentados por Satanás, no quisieron reconocer la supremacía de su Creador ni su amor de Padre. Ésta es la desgracia más grande de la humanidad, del hombre y la mujer de todos los tiempos, como recuerda San Pablo en las primeras líneas de la carta a los Romanos. Para el Apóstol, la culpa de aquellos paganos era tener aprisionada la verdad en la injusticia (Rm 1,18), no reconocer a Dios como Señor ni adorarle, a pesar de que contaban con suficientes signos externos. Después de haber conocido a Dios por las maravillas de la creación, no le glorificaron como Dios ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos y se oscureció su insensato corazón (Rm 1,21).
Es una tragedia que se presenta con contornos netos en la sociedad actual, al menos en gran parte del mundo. No pretendo cargar las tintas, ni soy pesimista; al contrario: es un hecho que no pode-mos dejar de reconocer y que nos ha de animar a propagar la alegría de la Verdad. Insisto: el sentido de la adoración se ha perdido en grandes estratos de los países, y los cristianos consecuentes —con optimismo sobrenatural y humano— estamos convocados a reavivar en las demás personas esa actitud, la única congruente con la auténtica condición de las criaturas. Si las gentes no adoran a Dios, se adorarán a sí mismas en las diversas formas que registra la historia: el poder, el placer, la riqueza, la ciencia, la belleza...; sin percatarse de que todo eso, desvinculado de su fundamento último que es Dios, se esfuma: «La criatura sin el Creador desaparece» (GS 36), dice lapidariamente el Concilio Vaticano II. Por eso, en la tarea de la nueva evangelización, resulta de primera importancia ayudar a quienes conviven con nosotros a redescubrir la necesidad y el sentido de la adoración. Las próximas solemnidades de la Ascensión, de Pentecostés y del Corpus Christi, se alzan como una invitación «a redescubrir la fecundidad de la adoración eucarística (...), condición necesaria para dar mucho fruto (cfr. Jn 15,5) y evitar que nuestra acción apostólica se limite a un activismo estéril, sino que sea testimonio del amor de Dios» (Benedicto XVI, Discurso en la Asamblea eclesial de la Diócesis de Roma, 15-VI-2010).
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