Qué sencilla y poderosa, a la vez, es la
oración que nos enseñó Jesús, nuestro Señor. ¿Quién cristiano no se la sabe?
Así resulta relativamente fácil dirigirse al Señor como Padre.
Hay un magnífico tratado sobre el
Padrenuestro en el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 3803-2854) que pueden
leer pinchando aquí, y también su resumen en el Compendio del Catecismo (nn. 578
ss.) que también pueden leer pinchando aquí.
Los sacerdotes, a partir del lunes pasado,
hemos empezado a leer trozos del Tratado de San Cipriano de Cartago (siglo III)
sobre el Padrenuestro, que no tiene desperdicio. Hay un sencillo y maravilloso
compendio sobre él y sus enseñanzas en el siguiente sitio. Les pongo aquí los
números 8 y 9 del Santo, para que pueden aprovecharlo:
Ante todo, el Doctor de la paz y Maestro
de la unidad no quiso que hiciéramos una oración individual y privada, de modo
que cada cual rogara sólo por sí mismo. No decimos: «Padre mío, que estás en
los cielos», ni: «El pan mío dámelo hoy», ni pedimos el perdón de las ofensas
sólo para cada uno de nosotros, ni pedimos para cada uno en particular que no
caigamos en la tentación y que nos libre del mal. Nuestra oración es pública y
común, y cuando oramos lo hacemos no por uno solo, sino por todo el pueblo, ya
que todo el pueblo somos como uno solo.
El Dios de la paz y el Maestro de la
concordia, que nos enseñó la unidad, quiso que orásemos cada uno por todos, del
mismo modo que Él incluyó a todos los hombres en su persona. Aquellos tres
jóvenes encerrados en el horno de fuego observaron esta norma en su oración,
pues oraron al unísono y en unidad de espíritu y de corazón; así lo atestigua
la sagrada Escritura que, al enseñarnos cómo oraron ellos, nos los pone como
ejemplo que debemos imitar en nuestra oración: Entonces –dice– los tres, al
unísono, cantaban himnos y bendecían a Dios. Oraban los tres al unísono, y eso
que Cristo aún no les había enseñado a orar.
Por eso, fue eficaz su oración, porque
agradó al Señor aquella plegaria hecha en paz y sencillez de espíritu. Del
mismo modo vemos que oraron también los apóstoles, junto con los discípulos,
después de la ascensión del Señor. Todos ellos –dice la Escritura– se dedicaban
a la oración en común, junto con algunas mujeres, entre ellas Maria, la madre
de Jesús, y con sus hermanos. Se dedicaban a la oración en común, manifestando
con esta asiduidad y concordia de su oración que Dios, que hace habitar
unánimes en la casa, sólo admite en la casa divina y eterna a los que oran
unidos en un mismo espíritu.
Cuán importantes, cuántos y cuán grandes
son, hermanos muy amados, los misterios que encierra la oración del Señor, tan
breve en palabras y tan rica en eficacia espiritual! Ella, a manera de
compendio, nos ofrece una enseñanza completa de todo lo que hemos de pedir en
nuestras oraciones. Vosotros –dice el Señor– rezad así: «Padre nuestro, que
estás en los cielos».
El hombre nuevo, nacido de nuevo y
restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar: Padre, porque ya ha
empezado a ser hijo. La Palabra vino a su casa –dice el Evangelio– y los suyos
no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de
Dios, si creen en su nombre. Por esto, el que ha creído en su nombre y ha
llegado a ser hijo de Dios debe comenzar por hacer profesión, lleno de
gratitud, de su condición de hijo de Dios, llamando Padre suyo al Dios que está
en los cielos.
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