Muchas
veces me he preguntado si usted seguiría llamándose a sí mismo agnóstico, si
supiera que esa palabra no quiere decir otra cosa que ‘ignorante’. Quizás...
con una discreta alusión al sabio Sócrates, que también declaró que sabía que
no sabía nada. Pero muchos de vosotros se llaman a sí mismos agnósticos sin
haber oído jamás hablar de Sócrates. La fórmula básica de vuestro pensamiento
viene a ser así: “No tengo suficientes pruebas ni de que existe Dios, ni de que
no existe. Por tanto no puedo declararme ni creyente, ni ateo”.
Esto
estaría muy bien si usted no se conformara con ello. Pero eso es precisamente
lo que hace la mayoría de ustedes. Y no correrían ustedes ese riesgo en ninguna
otra actividad humana. Si el señor A le asegurara que a una hora de distancia
de ferrocarril alguien esperaba su visita para entregarle quinientas mil
pesetas y el señor B le dijera que eso no puede ser verdad, ¿se quedaría usted
tan tranquilo sin hacer nada (siempre en el supuesto de que tanto el señor A
como el señor B sean personas igualmente dignas de confianza)? ¿No intentaría
usted por lo menos informarse? No deja uno de lado sin más quinientas mil
pesetas. Pero a Dios sí se le deja de lado.
Del
ateo que está honradamente convencido de que no hay Dios, no puede esperarse
que continúe buscando. Pero el agnóstico no se lo puede permitir. Mientras
admita que quizás sí pudiera existir Dios, tendrá que buscar. Si no lo hace, si
permanece en su ignorancia con un encogimiento de hombros, no hará más que
demostrar su total indiferencia por el problema. No es ni ‘ardiente’ como el
creyente, ni ‘frío’ como el ateo: es tibio; y de los tibios dice el Espíritu
Santo, en el Apocalipsis, la espantosa frase de que “Dios los vomitará de su
boca”.
Y
la búsqueda deberá ser honrada. No sirve ‘convencerse’ de la no existencia de
Dios, dejándose servir un par de slogans más o menos plausibles. ¡Quien busca
honradamente, halla!
Ser
agnóstico puede aceptarse. Pero continuar siéndolo..., eso sólo puede llevar a
la perdición.
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