¡Qué orgullosos nos sentimos del lugar del
que somos originarios o en el que vivimos! Es una de las ventajas de nuestra
adaptación a un lugar en concreto.
En
una ocasión, el P. Fredy le contaba, orgulloso, a un sacerdote de un país
europeo ―suizo, me parece―, que a Guatemala se le llamaba “el
país de la eterna primavera”. El sacerdote, contaba, tras pensar un poco, le
respondió: “¡Qué aburrido!”
“En
donde dejó el ombligo”, dicen de alguien al hacer referencia a su lugar de
origen. En efecto, le tomamos cariño y suspiramos por él cuando estamos lejos.
Pero, las virtudes o los vicios del lugar
o de la gente de los que procedemos, no son necesariamente los nuestros; no son
logro nuestro ni son nuestros defectos. Es claro que es bueno cultivar un
regionalismo sano, sentirnos parte del lugar en el que estamos y arrimar el
hombro para ver en qué podemos ayudar. Eso es lo que me admira de una hermana
mía, que apoya al equipo de futbol del lugar en el que está ―por decir un
detalle―, aunque no llegue a ser campeón en ningún torneo ―quizá sí, por
milagro―.
Desde luego, estoy orgulloso de mi pueblo,
como del lugar en el que ahora me toca desarrollar mi apostolado.
Quizá soy un poco loco por escribir estas
cosas sólo por una foto. Se me ocurrieron estas cosas por poner esta foto del
lago que tomé el lunes pasado desde un sitio cercano al Seminario. Es, casi, mi cuadro
permanente, desde la ventana.
Gracias, Señor, por estos deleites buenos
para la vista y nuestra gente. Ojalá cuidemos este nuestro medio ambiente.
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