domingo, 4 de marzo de 2012

Palabras del Santo Padre antes del Angelus


¡Queridos hermanos y hermanas!
          Este domingo, el segundo de Cuaresma, se caracteriza por ser el domingo de la Transfiguración de Cristo. De hecho, durante la Cuaresma, la liturgia, después de habernos invitado a seguir a Jesús en el desierto, para enfrentar y superar con Él las tentaciones, nos propone subir con él al "monte" de la oración, para contemplar sobre su rostro humano la luz gloriosa de Dios. El episodio de la transfiguración de Cristo es atestiguado de manera concorde por los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas. Los elementos esenciales son dos: en primer lugar, Jesús sube con sus discípulos Pedro, Santiago y Juan a una montaña alta, “y se transfiguró delante de ellos” (Mc. 9,2), su rostro y su ropa irradiaban una luz brillante, mientras que junto a él aparecieron Moisés y Elías; y en segundo lugar, una nube envolvió la cumbre y de ella salió una voz diciendo: “Este es mi Hijo amado, escúchenle” (Mc. 9,7). Por lo tanto, la luz y la voz: la luz divina que resplandece en el rostro de Jesús, y la voz del Padre Celestial que da testimonio de Él y nos manda a escucharlo.
          El misterio de la Transfiguración no se separa del contexto del camino que Jesús está haciendo. Él se ha ya decididamente dirigido hacia el cumplimiento de su misión, a sabiendas de que, para llegar a la resurrección, tendrá que pasar a través de la pasión y la muerte de cruz. De esto les ha hablado abiertamente a sus discípulos, los cuales no han entendido, sino más bien han rechazado esta perspectiva porque no razonan de acuerdo con Dios, sino con los hombres (cf. Mt. 16,23). Por eso Jesús lleva a tres de ellos a la montaña y les revela su gloria divina, el esplendor de la Verdad y del Amor. Jesús quiere que esta luz pueda iluminar sus corazones cuando pasen por la densa oscuridad de su pasión y muerte, cuando el escándalo de la cruz será insoportable para ellos. Dios es luz, y Jesús quiere dar a sus amigos más íntimos la experiencia de esta luz, que habita en Él. Por lo tanto, después de este evento, Él será en ellos una luz interior, capaz de protegerlos de los ataques de las tinieblas. Incluso en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín resume este misterio con una bella expresión, y dice: "Lo que para los ojos del cuerpo es el sol que vemos, lo es [Cristo] para los ojos del corazón" (Sermo 78, 2: PL 38, 490).
          Queridos hermanos y hermanas, todos necesitamos la luz interior para superar las pruebas de la vida. Esta luz proviene de Dios, y es Cristo quien nos la da, Él, en quien habita toda la plenitud de la divinidad (cf. Col. 2,9). Subamos con Jesús al monte de la oración y, contemplando su rostro lleno de amor y de verdad, dejémonos colmar interiormente de su luz. Pidamos a la Virgen María, nuestra guía en el camino de la fe, que nos ayude a vivir esta experiencia en el tiempo de la Cuaresma, encontrando algún momento en el día para la oración en silencio y para la escucha de la Palabra de Dios.

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