¡Queridos hermanos y hermanas!
Este domingo, el segundo
de Cuaresma, se caracteriza por ser el domingo de la Transfiguración de Cristo.
De hecho, durante la Cuaresma, la liturgia, después de habernos invitado a
seguir a Jesús en el desierto, para enfrentar y superar con Él las tentaciones,
nos propone subir con él al "monte" de la oración, para contemplar
sobre su rostro humano la luz gloriosa de Dios. El episodio de la
transfiguración de Cristo es atestiguado de manera concorde por los
evangelistas Mateo, Marcos y Lucas. Los elementos esenciales son dos: en primer
lugar, Jesús sube con sus discípulos Pedro, Santiago y Juan a una montaña alta,
“y se transfiguró delante de ellos” (Mc. 9,2), su rostro y su ropa irradiaban
una luz brillante, mientras que junto a él aparecieron Moisés y Elías; y en
segundo lugar, una nube envolvió la cumbre y de ella salió una voz diciendo:
“Este es mi Hijo amado, escúchenle” (Mc. 9,7). Por lo tanto, la luz y la voz:
la luz divina que resplandece en el rostro de Jesús, y la voz del Padre
Celestial que da testimonio de Él y nos manda a escucharlo.
El misterio de la
Transfiguración no se separa del contexto del camino que Jesús está haciendo.
Él se ha ya decididamente dirigido hacia el cumplimiento de su misión, a
sabiendas de que, para llegar a la resurrección, tendrá que pasar a través de
la pasión y la muerte de cruz. De esto les ha hablado abiertamente a sus
discípulos, los cuales no han entendido, sino más bien han rechazado esta
perspectiva porque no razonan de acuerdo con Dios, sino con los hombres (cf. Mt.
16,23). Por eso Jesús lleva a tres de ellos a la montaña y les revela su gloria
divina, el esplendor de la Verdad y del Amor. Jesús quiere que esta luz pueda
iluminar sus corazones cuando pasen por la densa oscuridad de su pasión y
muerte, cuando el escándalo de la cruz será insoportable para ellos. Dios es
luz, y Jesús quiere dar a sus amigos más íntimos la experiencia de esta luz,
que habita en Él. Por lo tanto, después de este evento, Él será en ellos una
luz interior, capaz de protegerlos de los ataques de las tinieblas. Incluso en
la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín resume
este misterio con una bella expresión, y dice: "Lo que para los ojos del
cuerpo es el sol que vemos, lo es [Cristo] para los ojos del corazón" (Sermo
78, 2: PL 38, 490).
Queridos hermanos y
hermanas, todos necesitamos la luz interior para superar las pruebas de la
vida. Esta luz proviene de Dios, y es Cristo quien nos la da, Él, en quien
habita toda la plenitud de la divinidad (cf. Col. 2,9). Subamos con Jesús al
monte de la oración y, contemplando su rostro lleno de amor y de verdad,
dejémonos colmar interiormente de su luz. Pidamos a la Virgen María, nuestra
guía en el camino de la fe, que nos ayude a vivir esta experiencia en el tiempo
de la Cuaresma, encontrando algún momento en el día para la oración en silencio
y para la escucha de la Palabra de Dios.
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