El día
de ayer iba conduciendo en el tráfico lento de salida de la ciudad Capital,
cuando se pone a mi vera un “motorista”: era un policía con cara de joven. Se
dirige a mí y…, pronuncia mi nombre. Un vuelco me da el corazón.
Y me
dice: “Padre, ¿se recuerda de mí?” Esa pregunta ya me calmó, puesto me había
entrado el temor de haber faltado a la ley de tránsito. De hecho, el rostro de
este policía joven era de un chico inocente, “buena gente”, como decimos aquí.
Más
adelante me detuve, él también, y me saludó. Era un muchacho que estuvo dos
años en el Seminario hace una década, y que se recuerda de nosotros. En pocos
minutos me contó que se había felizmente casado, que tenía unos lindos hijos y
de cómo le iba en el peligroso trabajo de policía.
Hasta
me dio tiempo a exhortarle a que esté siempre preparado espiritualmente –me confirmó
de que había estado implicado en varios enfrentamientos y que había estado cerca
de la muerte- y que invocara siempre al Ángel Custodio.
Quedamos en que nos veríamos otra vez y que hablaríamos con detenimiento.
No sé a
qué temerle más: al policía o la remisión…
¡Deténgase, por favor! |
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