Me parece que esta imagen es del consistorio en que el Santo Padre anunció su renuncia. |
Cada vez me sorprende más el
Santo Padre, cuando su actitud ha sido ponderada por quienes le conocen mejor
que un servidor. Me veo simplista cuando los demás se dan cuenta mejor de lo
que “perdemos” cuando el Papa se va, de la talla del actual Pontífice, y yo no
he sabido apreciar.
Bien. Pero me alegra que haya
quienes nos lo expliquen. Peter Seewald, el periodista y escritor que
entrevistó al Papa, gracias a quien salió el libro titulado “Luz del mundo”, ha
escrito un artículo quizá un tanto nostálgico, pero nos hace más cercano al
Papa, al conocerle y haberle tratado más. Sólo pongo unos pocos párrafos, y
remito al artículo completo para quien quiera leerlo. Me veo obligado a querer más al Santo Padre y a rezar por él.
Nuestro último encuentro se
remonta a hace unas diez semanas. El Papa me recibió en el Palacio Apostólico
para continuar con nuestros coloquios orientados a trabajar sobre su biografía.
Su audición se había resentido; por el ojo izquierdo ya no veía bien; el cuerpo
encorvado. Se le veía muy delicado, aún más amable y humilde, y totalmente
reservado. No parecía enfermo, pero el cansancio se había apoderado de toda su
persona, cuerpo y alma, ya no se podía ignorar.
Hablamos de cuando desertó del
ejército de Hitler, de su relación con sus padres, de los discos con los que
aprendía idiomas, de los años fundamentales en el «Mons doctus», en Frisinga,
donde desde hace mil años las élites espirituales del país son introducidas en
los misterios de la fe. Aquí dio sus primeras predicaciones ante una público
escolar, como párroco acompañó a los estudiantes y en el frío confesionario del
Duomo escuchó las penas de la gente. En agosto, durante un coloquio de hora y
media en Castel Gandolfo, le pregunté cómo le había afectado el caso Vatileaks.
"No me dejo llevar por una suerte de desesperación o dolor universal -me
respondió-, simplemente me parece incomprensible. Incluso considerando a la
persona (Paolo Gabriele, ndr ), no entiende qué podemos esperar. No consigo
penetrar en su psicología". Sin embargo, sostenía que ese caso no le había
hecho perder el norte ni le había hecho sentir la fatiga que supone su papel,
"porque siempre puede suceder". Lo importante para él era que en el
desarrollo del caso "se garantice en el Vaticano la independencia de la
justicia, que el monarca no diga: ¡ahora yo me hago cargo!".
Llovía en Roma, en noviembre
de 1992, cuando nos encontramos por primera vez en el Palacio de la
Congregación para la Doctrina de la Fe. Su apretón de manos no era de esos que
te rompen los dedos, su voz era del todo insólita para un «panzerkardinal», leve,
delicada. Me gustaba cómo hablaba de las cuestiones pequeñas, y sobre todo de
las grandes; cuando ponía en discusión nuestro concepto de progreso e invitaba
a reflexionar sobre si verdaderamente se podía medir la felicidad del hombre en
función del producto interior bruto.
Los años le pusieron duramente
a prueba. Se le describió como perseguidor mientras que era perseguido, el
chivo expiatorio al que cargar con todas las injusticias, el "gran
inquisidor" por antonomasia, una definición tan adecuada como la de
equiparar gato con liebre. Sin embargo, nunca nadie le oyó quejarse. Nadie ha
oído salir de su boca una mala palabra, un comentario negativo sobre otras
personas, ni siquiera sobre Hans Küng...
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