En el
cumpleaños de la Virgen, quiero escribir someramente sobre algo que viví ayer,
domingo.
Había recibido
la invitación el día anterior, junto con la noticia: Rosita estaba en casa y se
iba a despedir de su familia, pues, por su entrega, va a viajar lejos para
expandir el apostolado. Me invitaban a desayunar.
La historia
comenzó hace ya mucho tiempo. A ella la conocí hace más de doce años, cuando
estuve encargado de la cuasi-parroquia de Concepción. En particular, con su
niñez de entonces, me sorprendió por su vivacidad, su humildad y su capacidad
desenvuelta, especialmente en el canto. Me recuerdo especialmente de esa Noche
Buena del año 2003 en que se lució, junto con otras dos compañeras, cantando villancicos.
Pasados los
años, después de ausentarme yo de la parroquia, me enteré que el P. Juan Pablo
había conseguido para ella la oportunidad de seguir estudiando en la Capital,
en la escuela Zunil. Allí descubrió lo que Dios quería para ella: ser Numeraria
Auxiliar.
Ya no la había
visto, debido a su vida entregada y la poca oportunidad de coincidir. Francamente,
me ha sorprendido su gran personalidad. La veo transformada.
Mientras su
familia estaba triste —platiqué en kaqchikel con su mamá—, ella estaba muy
optimista. “¿Cómo estás?”, le dirigí la pregunta usual. “Super bien”, me
contestó, con una amplia sonrisa.
Ayer se
despidió de su familia y dentro de pocos días pegará el salto trasatlántico,
para dirigirse a Estonia, nada más y nada menos. Dicen que el idioma de este
país es el más difícil del mundo. Toda una aventura.
La verdad, me
han dejado tocado su ejemplo, su alegría y su vivacidad. Desde luego que tiene
asegurada mi oración. Dios bendiga abundantemente su vida, su entrega, sus
afanes apostólicos, a su familia también —sé lo que les ha costado este desprendimiento—.
|
Ésta es la familia de Rosita. Junto a mí está Isabela, luego Rosita, luego su mamá. Luego están detrás una hermana más y una sobrina. |