La puerta del chofer del carro de un amigo mío sacerdote no se podía abrir. Intentaron abrirlo en la agencia pero no pudieron. Debía dejar el carro por unos días para desmontar la tapicería…; no lo dejó. Fue a otra agencia y le dijeron que no tenían personal. En fin, debía esperar, mientras pasaran los días y le hicieran el trabajo. El amigo mío éste no estaba precisamente en las mejores disposiciones de hacer tales deportes de entrar y salir por la puerta del copiloto.
Un día, salimos de excursión ambos. Me puse al timón para trasladar el carro unos cuantos metros. Intenté abrir, sin mucho esfuerzo, y me di cuenta que cedió un poco. Lo cerré y volví a abrir, y… se abrió completamente.
“¿Qué ha pasado? -me dijo este amigo mío-. Si lo has encomendado, me dejas mal… Eso quiere decir que yo no tengo fe…” Sinceramente, yo no lo había encomendado.
Dos conclusiones he sacado: si lo encomendó él con anterioridad, yo he sido el instrumento para que se realizara lo que él pidió; yo debería haberlo encomendado también y, despistado, no lo había hecho.
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