La autora de "El hombre de Villa Tévere", Pilar Urbano, ofreció hace ya algunas semanas una conferencia en la Universidad de Navarra sobre San Josemaría. ¡Ella sí que sabe escribir! Les dejo con unas palabras suyas, escritas para un diario.
Cuando afronté la biografía de Josemaría Escrivá de Balaguer (“El hombre de Villa Tevere”, 1994), mi inquietante pregunta interior era si habría o no habría “hombre”; si, no disponiendo del personaje en vivo, tendría que vérmelas con archivos oceánicos de papel disecado y testimonios abstractos sin escenario ni acción. Ése era mi temor: encararme a un héroe de la virtud, muy elevado y sublime pero sin encarnadura.
Un protagonista de carne y hueso
A medida que exploraba, escena tras escena iba saliéndome al paso un protagonista de carne y hueso. Ciertamente, estaba ante un héroe cristiano; pero un héroe sin epopeya y sin aureola: un héroe de la cotidianidad, de lo común y corriente, de “lo tan real, hoy lunes”. Un héroe todoterreno. En cierto momento, incluso, creí estar simplemente ante un cura. Así lo decía él mismo al doctor Hruska, su dentista, cuando trajinando en sus maltrechas muelas le instaba “monsignore, quéjese, dígame si le hago daño”: “¡Haga, haga lo que necesite!” No se preocupe por mí ¡yo sólo soy …un cura!
Un cura sin parroquia, pero con feligresía por todo el planeta. Un cura chapado a la antigua quizá, con las devociones tradicionales de nuestros abuelos; pero tan anticipativo que, cuando expuso su doctrina en el Vaticano, le dijeron “llega usted con cien años de adelanto”. Un cura bienhumorado que llamaba a su sotana “esta funda de paraguas”: pero que cada mañana, al ir a ponérsela, la besaba. Un clérigo que se movía con más soltura por las calles de Madrid, de Roma o de Londres que entre rancias penumbras de sacristía. Un clérigo que, consciente de su ciudadanía civil, demandaba sus derechos con el aplomo de quien cumple sus deberes. Un clérigo paradójico que se definía “anticlerical”… por instinto de amor a la Iglesia.
O santo o rémora
No necesité romper ninguna estatua para tocar la humanidad del personaje que encaraba: un sacerdote que lo mismo se estremecía al consagrar el pan y el vino que al recibir las noticias de la invasión soviética de Checoslovaquia. Un hombre que en ocasiones firmaba al pie de sus cartas el pecador Josemaría y que, leyendo el periódico, lloraba por los pecados del mundo. Un buen pecador, pues. Alguien que se sabía herramienta deleznable –pero herramienta elegida y utilizada por Dios- para acometer una obra que le sobrepasaba. Alguien puesto en una escarpada disyuntiva: o era un santo, o era una rémora para su misión. Y a partir de ahí, una “determinada determinación” de que nada desviase su imparable impulso: hacer el Opus Dei para servir a la Iglesia y enloquecer de amor a Dios. Ése era mi personaje. Un santo. Un santo con sangre en las venas. Un hombre: tierra sagrada de miserias y de misterios. Un removedor de obstáculos. Un luchador en pie de guerra contra sí mismo. Un formidable mestizaje de barro y de gracia.
Los contrastes
Ahora bien, el hallazgo más inesperado fueron los contrastes. Cada vez que puse sobre mi escritorio una anécdota, una frase, una escena de la vida de Escrivá, supe que tenía delante los bornes terminales de unos hilos conductores: allí había una carga de electricidad… su talante, sus virtudes, sus actitudes vitales aparecían siempre en tándem de valores contrapuestos que, lejos de neutralizarse, generaban una tensión dinámica, o se enriquecían entre sí con gamas de matices, tornasoles, luces y sombras. El Escrivá brioso y emprendedor era a la vez un Escrivá enfermo en quien el alma tenía que tirar del cuerpo al final del día. El Escrivá alegre, bromista y con la canción a flor de labios era también el Escrivá asceta, mortificado y ayunador. El Escrivá que desarrollaba extenuantes jornadas de viajes sin un minuto de holganza, y para quien descansar significaba “trabajar en otra cosa”, era un Escrivá sin planning y sin reloj: “mi planning está en las manos de Dios”; “no necesito reloj: detrás de una cosa viene otra”; “no tengo tiempo de pensar en mí”. El Escrivá que subía a predicar a los escenarios, y cuyo magnetismo percutía y arrastraba muchedumbres, era el mismo Escrivá empeñado en su propio eclipse: “ocultarme, eso es lo mío: que sólo Jesús se luzca”.
Los contrastes que he observado en Josemaría Escrivá no se contrarrestan sino que cada uno realza a su valor opuesto y da garantía de él. En el plano moral, vienen a ser lo que la piedra de toque del platero: el jaspe que imprime sobre el buen metal una seña –un “contraste”- como aval de su nobleza. En Escrivá cada contraste autentifica la buena ley de una virtud. Así, no es la ausencia de lágrimas, sino la sonrisa abriéndose paso entre las lágrimas, lo que da fe de un sufrimiento asumido por amor. Igual que lo que permite hablar de la pobreza buscada como virtud no es el sobrellevar una situación de penuria, sino el rasgo pródigo con aquel otro que carece todavía más; rehusar lo superfluo o privarse de lo necesario, aun teniéndolo a mano.
La revolucionaria novedad del Opus Dei
No es éste el ámbito para relatar con viveza el caudal de episodios –constan testificados- en los que se ve a Escrivá, en privado o en público, encarnando un sinfín de pares de contrastes virtuosos; pero sí mencionaré algunos ilustrativos:
La revolucionaria novedad del Opus Dei, que no inventa nada: como toda revolución, vuelve a los orígenes; y en esa pristinidad redescubre de modo radical que todo hombre, por el hecho de haber nacido, está diseñado para la santidad; y que son los cristianos quienes tienen la energía -¡el espíritu!- para animar desde dentro la sociedad civil, estableciendo la ciudad de Dios en la ciudad de los hombres. Y ése es el sentido cabal de la Historia.
La vida de Escrivá, como apuesta de esperanza. Su siembra feraz –también todoterreno y a voleo- con ubérrimas cosechas de vocaciones para la Iglesia. Y su fatigosa caminata jurídica, hallando lo que no busca y buscando lo que no halla. No lo halla pero sabe que existe. Muy temprano, ya vio la fórmula idónea para el Opus Dei. Sin embargo, han de pasar cuarenta años hasta que la Iglesia la habilite. En ese tiempo, Escrivá no se cruza de brazos. De sol a sol, se embebe en una tarea ardua porque hay que desbrozar caminos no transitados desde hace diecisiete siglos: las avenidas por donde los laicos, the ordinary people, puedan llegar a ser de verdad “gente santa, pueblo sacerdotal”. El esfuerzo exige también muñeca de precisión: ni de lejos ha de parecer que pleitea con la Santa Sede. Con todo, siendo Escrivá de esos constructores que no se conforman con cubrir aguas, sino que rematan poniendo la última piedra, morirá sin ver la Obra erigida en Prelatura Personal.