Una fortuna se hace de
centavo en centavo, así como la expansión de la Iglesia se hace de cristiano en cristiano, poco a poco, ojalá al ritmo de Dios.
El Santo Padre, según los
informativos, pidió al gobierno cubano que declare festivo el Viernes Santo, a
semejanza de la declaración de la Navidad como día festivo, tras el viaje de
Juan Pablo II en 1998.
Además, pidió ¿al Estado
cubano? que la Iglesia goce de libertad para poder expresar su fe. Después de los videos dejo la homilía del Santo Padre que pronunció hace apenas un rato en La Habana, en la Santa Misa que celebró en la Plaza de la Revolución. Incluso llegó a pronunciar el Santo Padre: "Es de reconocer con alegría que en Cuba se han ido dando pasos para que la Iglesia lleve a cabo su misión insoslayable de expresar pública y abiertamente su fe. Sin embargo, es preciso seguir adelante, y deseo animar a las instancias gubernamentales de la Nación a reforzar lo ya alcanzado y a avanzar por este camino de genuino servicio al bien común de toda la sociedad cubana". La homilía la he tomado de la edición de Zenit. Es una homilía magnífica, que no tiene desperdicio. Les animo a que la lean entera.
Un extracto de la homilía, en la Santa Misa que celebró en La Habana hace algunos momentos.
Queridos
hermanos y hermanas:
«Bendito eres,
Señor Dios…, bendito tu nombre santo y glorioso» (Dn 3,52). Este
himno de bendición del libro de Daniel resuena hoy en nuestra liturgia
invitándonos reiteradamente a bendecir y alabar a Dios. Somos parte de la
multitud de ese coro que celebra al Señor sin cesar. Nos unimos a este
concierto de acción de gracias, y ofrecemos nuestra voz alegre y confiada, que
busca cimentar en el amor y la verdad el camino de la fe.
«Bendito sea Dios» que nos reúne en esta
emblemática plaza, para que ahondemos más profundamente en su vida. Siento una gran alegría de encontrarme hoy entre ustedes y
presidir esta Santa Misa en el corazón de este Año jubilar dedicado a la Virgen
de la Caridad del Cobre.
Saludo cordialmente al cardenal Jaime
Ortega y Alamino, arzobispo de La Habana, y le agradezco las corteses palabras
que me ha dirigido en nombre de todos. Extiendo mi saludo a los señores
cardenales, a mis hermanos obispos de Cuba y de otros países, que han querido
participar en esta solemne celebración. Saludo también
a los sacerdotes, seminaristas, religiosos y a todos los fieles aquí
congregados, así como a las autoridades que nos acompañan.
En la primera
lectura proclamada, los tres jóvenes, perseguidos por el soberano babilonio,
prefieren afrontar la muerte abrasados por el fuego antes que traicionar su
conciencia y su fe. Ellos encontraron la fuerza de «alabar, glorificar y
bendecir a Dios» en la convicción de que el Señor del cosmos y la historia no
los abandonaría a la muerte y a la nada. En efecto, Dios
nunca abandona a sus hijos, nunca los olvida. Él está por encima de
nosotros y es capaz de salvarnos con su poder. Al mismo tiempo, es cercano a su
pueblo y, por su Hijo Jesucristo, ha deseado poner su morada entre nosotros.
«Si os
mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la
verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8,31). En este texto del
Evangelio que se ha proclamado, Jesús se revela como el Hijo de Dios Padre, el Salvador, el único que puede mostrar la verdad y dar la
genuina libertad. Su enseñanza provoca resistencia e inquietud entre sus
interlocutores, y Él los acusa de buscar su muerte, aludiendo al supremo
sacrificio en la cruz, ya cercano. Aun así, los conmina a creer, a mantener la Palabra,
para conocer la verdad que redime y dignifica.
En efecto, la
verdad es un anhelo del ser humano, y buscarla siempre supone un ejercicio de
auténtica libertad. Muchos, sin embargo, prefieren los atajos e intentan
eludir esta tarea. Algunos, como Poncio Pilato,
ironizan con la posibilidad de poder conocer la verdad (cf. Jn 18,
38), proclamando la incapacidad del hombre para alcanzarla o negando que exista
una verdad para todos. Esta actitud, como en el caso del escepticismo y el relativismo,
produce un cambio en el corazón, haciéndolos fríos, vacilantes, distantes de
los demás y encerrados en sí mismos. Personas que se lavan las manos
como el gobernador romano y dejan correr el agua de la historia sin
comprometerse.
Por otra parte,
hay otros que interpretan mal esta búsqueda de la verdad, llevándolos a la
irracionalidad y al fanatismo, encerrándose en «su verdad» e intentando
imponerla a los demás. Son como aquellos legalistas obcecados que, al
ver a Jesús golpeado y sangrante, gritan enfurecidos: «¡Crucifícalo!»
(cf. Jn 19, 6). Sin embargo, quien actúa irracionalmente no puede
llegar a ser discípulo de Jesús. Fe y razón son
necesarias y complementarias en la búsqueda de la verdad. Dios creó al hombre
con una innata vocación a la verdad y para esto lo dotó de razón. No es
ciertamente la irracionalidad, sino el afán de verdad, lo que promueve la fe
cristiana. Todo ser humano ha de indagar la verdad y optar por ella cuando la
encuentra, aun a riesgo de afrontar sacrificios.
Además, la verdad
sobre el hombre es un presupuesto ineludible para alcanzar la libertad, pues en
ella descubrimos los fundamentos de una ética con la que todos pueden
confrontarse, y que contiene formulaciones claras y precisas sobre la
vida y la muerte, los deberes y los derechos, el matrimonio, la familia y la
sociedad, en definitiva, sobre la dignidad inviolable del ser humano. Este
patrimonio ético es lo que puede acercar a todas las culturas, pueblos y
religiones, las autoridades y los ciudadanos, y a los ciudadanos entre sí, a
los creyentes en Cristo con quienes no creen en él.
El cristianismo, al
resaltar los valores que sustentan la ética, no impone, sino que propone la
invitación de Cristo a conocer la verdad que hace libres. El creyente
está llamado a ofrecerla a sus contemporáneos, como lo hizo el Señor, incluso
ante el sombrío presagio del rechazo y de la cruz. El encuentro personal con
quien es la verdad en persona nos impulsa a compartir
este tesoro con los demás, especialmente con el testimonio.
Queridos amigos,
no vacilen en seguir a Jesucristo. En él hallamos la verdad sobre Dios y
sobre el hombre. Él nos ayuda a derrotar nuestros egoísmos, a salir de nuestras
ambiciones y a vencer lo que nos oprime. El que obra el mal, el que comete
pecado, es esclavo del pecado y nunca alcanzará la libertad
(cf. Jn 8,34). Sólo renunciando al odio y a nuestro corazón duro y
ciego seremos libres, y una vida nueva brotará en nosotros.
Convencido de que Cristo es la verdadera
medida del hombre, y sabiendo que en él se encuentra la fuerza necesaria para
afrontar toda prueba, deseo anunciarles abiertamente al Señor Jesús como
Camino, Verdad y Vida. En él todos hallarán la plena libertad, la luz para
entender con hondura la realidad y transformarla con el poder renovador del
amor.
La Iglesia vive
para hacer partícipes a los demás de lo único que ella tiene, y que no es sino
Cristo, esperanza de la gloria (cf. Col 1,27). Para poder ejercer esta tarea, ha de contar con la esencial
libertad religiosa, que consiste en poder proclamar y celebrar la fe también
públicamente, llevando el mensaje de amor, reconciliación y paz que
Jesús trajo al mundo. Es de reconocer con alegría que en Cuba se han ido dando
pasos para que la Iglesia lleve a cabo su misión insoslayable de expresar
pública y abiertamente su fe. Sin embargo, es preciso seguir adelante, y deseo
animar a las instancias gubernamentales de la Nación a reforzar lo ya alcanzado
y a avanzar por este camino de genuino servicio al bien común de toda la sociedad
cubana.
El derecho a la
libertad religiosa, tanto en su dimensión individual como comunitaria,
manifiesta la unidad de la persona humana, que es ciudadano y creyente a la vez.
Legitima también que los creyentes ofrezcan una contribución a la edificación
de la sociedad. Su refuerzo consolida la convivencia, alimenta la esperanza en
un mundo mejor, crea condiciones propicias para la paz y el desarrollo
armónico, al mismo tiempo que establece bases firmes para afianzar los derechos
de las generaciones futuras.
Cuando la Iglesia
pone de relieve este derecho, no está reclamando privilegio alguno.
Pretende sólo ser fiel al mandato de su divino fundador, consciente de que
donde Cristo se hace presente, el hombre crece en humanidad y encuentra su
consistencia. Por eso, ella busca dar este testimonio en su predicación y
enseñanza, tanto en la catequesis como en ámbitos escolares y universitarios. Es de esperar que pronto llegue aquí también el momento de
que la Iglesia pueda llevar a los campos del saber los beneficios de la misión
que su Señor le encomendó y que nunca puede descuidar.
Ejemplo preclaro de esta labor fue el
insigne sacerdote Félix Varela, educador y maestro, hijo ilustre de esta ciudad
de La Habana, que ha pasado a la historia de Cuba como el primero que enseñó a
pensar a su pueblo. El Padre Varela nos presenta el camino para una verdadera
transformación social: formar hombres virtuosos para
forjar una nación digna y libre, ya que esta trasformación dependerá de la vida
espiritual del hombre, pues «no hay patria sin virtud» (Cartas a
Elpidio, carta sexta, Madrid 1836, 220). Cuba y el mundo necesitan cambios,
pero éstos se darán sólo si cada uno está en condiciones de preguntarse por la
verdad y se decide a tomar el camino del amor, sembrando reconciliación y
fraternidad.
Invocando la
materna protección de María Santísima, pidamos que cada vez que participemos en
la Eucaristía nos hagamos también testigos de la caridad, que responde al mal
con el bien (cf. Rm12,21), ofreciéndonos como hostia viva a quien
amorosamente se entregó por nosotros. Caminemos a la luz de Cristo, que es el
que puede destruir la tiniebla del error. Supliquémosle
que, con el valor y la reciedumbre de los santos, lleguemos a dar una respuesta
libre, generosa y coherente a Dios, sin miedos ni rencores. Amén.