El Prelado del Opus Dei, Mons. Javier
Echevarría, “el Padre”, ha cumplido hoy su 80 cumpleaños, por lo que le
felicito desde esta humilde página.
Nació, pues, en 1932; conoció a San
Josemaría en 1948 y quedó prendado de su santidad y su persona, que ya no le
dejó. Desde 1994 es sucesor suyo al frente del Opus Dei.
Les dejo con unos extractos de una
entrevista realizada por Pilar Urbano. Esto lo he tomado de la página del OpusDei, que ustedes también pueden visitar.
Nací en Madrid, en la
calle Fortuny, el 14 de junio de 1932. Mi padre era ingeniero, profesor de la
Escuela de Ingenieros Industriales (...). Yo quería ser agente de cambio y
bolsa, como mi abuelo, para ganar dinero y vivir bien. Luego, Dios se metió en
mi vida y cambié mis planes: aquí, en Roma, estudié Derecho Canónico en el
Angelicum y Derecho Civil en la Universidad Lateranense, las licenciaturas y
los doctorados.
Estudié en los Maristas de
la calle García de Paredes. Muy cerca, por cierto, donde once años antes -en
1928- Josemaría Escrivá había "visto" el Opus Dei (...). También viví
siendo pequeño, en el mismo inmueble donde había un centro del Opus Dei. Pasado
el tiempo, cuando supe que el fundador de la Obra había ido mucho a esa casa, y
que solía subir y bajar por las escaleras, sin tomar el ascensor, pensé que
quizá nos hubiésemos cruzado alguna vez. Y que me habría encomendado a mi Ángel
Custodio, pidiendo mi vocación. Acostumbraba a hacerlo, cuando pasaba junto a
alguien.
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En la fotografía, a la derecha. |
Un
domingo por la tarde, el 6 de junio de 1948, íbamos a ir al cine. Mi amigo me
telefoneó, proponiéndome un cambio de planes: "¿te apetece que vayamos a
una residencia, en Diego de León, para enterarnos de qué es el Opus Dei?".
Y allá nos fuimos los seis. Nos atendieron muy bien (...). Al salir de allí, yo
llevaba en el bolsillo una flamante estampa de Isidoro Zorzano, un ingeniero
del Opus Dei. Me pareció un "santo laico" atractivo, al que se podía
imitar.
Esto ocurría la
víspera de la muerte de mi padre. Él estaba preparándonos el veraneo familiar
en San Sebastián, cuando le sobrevino un infarto. Como la noticia no nos la
dieron de golpe, sino diciéndonos que estaba muy grave, recuerdo que yo recé
por él, con la estampa de Isidoro.
Ese verano nos
quedamos en Madrid. Nunca había sido así. Y esto me dio ocasión para frecuentar
un centro de la Obra que -¡otra casualidad!- había en mi misma calle: los
Echevarría habíamos vuelto a Españoleto. Y "Españoleto" se llamaba
aquel piso de gente joven donde, siempre que me dejaba caer por allí, me daban
algún trabajillo de la casa: lijar unas sillas viejas para repintarlas de
nuevo; ayudar en la decoración; echar una mano en algún arreglo de
carpintería... Me gustó eso de sentirme útil, y ser tratado como alguien que
puede hacer algo por los demás. El 8 de septiembre pedí la admisión en la Obra.
Yo tenía 16 años.
Me enganchó el ambiente de alegría: estudiaban y trabajaban como locos, pero
estaban muy contentos. El que, sin cambiar de estado, pudiese uno santificarse
con su profesión. Y el horizonte inmenso de poder llevar a Cristo a mucha
gente. Desde muy pequeño era muy sociable y me gustaba tener muchos y muy
buenos amigos.
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Fue uno de los "custodes" de San Josemaría. |
El
Padre vivía ya en Roma desde 1946, aunque venía a España con cierta frecuencia.
En uno de esos viajes, en noviembre de 1948, nos invitaron a una tertulia con
él. Sin que nadie me lo inculcase, yo estaba deseando conocer al Padre. Al
acabar aquella tertulia -seríamos unos treinta y cinco-, el Padre se dirigió a
los tres que éramos más recientes y nos propuso ir esa misma tarde con él a
conocer Molinoviejo, una casa en pleno campo de Segovia, para convivencias y
retiros.
Nos
metimos seis en un viejo Vauxhall. Detrás iba el Padre. Yo, delante, compartiendo
el asiento con otro. Conducía el doctor Odón Moles. Durante el trayecto hicimos
de todo: charlamos, cantamos, reímos, rezamos... Con su voz de barítono, bien
timbrada y bien modulada, [San Josemaría] cantaba canciones de la calle,
canciones de amor que él enderezaba hacia Dios: "tengo un amor que me
llena de alegrías...". Nos gastaba bromas. Ah, bueno, yo me mareé,
devolví... y como iba de negro por el luto de mi padre, me puse perdido. Me
ayudó a limpiarme, me quitó el azoro por la situación, hizo que viajásemos con
la ventanilla abierta, a pesar de estar en noviembre, y me mostró tantísimo
cariño que, realmente, me sentí atendido, no ya por un padre, sino por un
padrazo.
En 1950 estaba aquí haciendo un curso de formación, cuando el Padre comentó que
ese año, de España, vendrían siete a hacer el Colegio Romano de la Santa Cruz.
Y yo le dije: "pues a mí me gustaría ser uno de esos siete". Sin más,
el Padre me contestó: "Háblalo con don Álvaro. Si lo arreglas con tu
familia, yo no tengo inconveniente". Volví a Madrid para hablar con mi
madre cara a cara, y no por carta. Lo solucioné y... aquí estoy.
[Cuando pienso en san Josemaría] Le veo entre gente, hablando de Dios... Le veo
yendo, saliendo al encuentro de los demás... Le veo entregándose a todos
nosotros, a tiempo completo, sin ahorrarse un esfuerzo, sin reservarse un
minuto para sí mismo. Todo lo nuestro -un dolor de muelas, un examen, una
preocupación familiar, un partido de fútbol que íbamos a jugar-, todo le era
conocido y familiar. ¡Éramos su vida!
A don Álvaro le veo eclipsándose siempre, en un segundo plano, desde donde
pudiera ver, oír y atender a nuestro Padre: mirándole, incluso físicamente, con
el deseo de aprender de él. Y esto, a pesar de sus magníficas dotes humanas,
con las que se llevaba a la gente de calle. Yo le he visto siempre pendiente de
nuestro Fundador, secundándole en todo, para ayudarle a hacer el Opus Dei.
En 1955 me ordené de
sacerdote. En el 56, a raíz del Congreso General del Opus Dei -celebrado en el
Hotel Pfauer, un hotel modesto de Einsieldn (Suiza)-, nuestro Padre me dijo:
"Javier, he de elegir dos custodes, de entre una lista de nueve
nombres que me ha dado el Consejo. Yo desearía que uno fuese don Álvaro y tú el
otro. ¿Estás conforme?". Yo tenía 24 años y pensé que había muchos que
llevaban más tiempo en la Obra, que tenían más experiencia y más valores, y que
podrían hacerlo mejor que yo. Pero me fié de la gracia de Dios y del discernimiento
del Padre.
A mí me incumbía
cuidar al Padre en todo lo material: desde decidir si había que comprarle unos
zapatos, hasta acompañarle al médico, o preparar un viaje... Y también hacerle
-no diré "correcciones"- indicaciones concretas sobre cuestiones
externas, perceptibles, en las que pudiera mejorar o actuar de otro modo.
Los
custodes existen para que el Prelado, el Padre, no viva solo, no sea un hombre
aislado allá arriba; y, además, para que se le pueda ayudar a ser mejor. La
continuidad sólo se ha dado desde que fuimos custodes don Álvaro y yo.
Antes siempre había un custodio que cambiaba. Sólo don Álvaro permanecía.
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En su ordenación episcopal. |
[San Josemaría y don Álvaro] Han dejado el listón muy alto, pero también han
dejado una pértiga muy fuerte. De una parte, ellos ayudan, desde el cielo. Y de
otra, está muy nítido el ejemplo de cómo ellos actuaron. Bastará pensar, ante
cualquier situación: ¿qué haría el Fundador? o, ¿qué haría don Álvaro?, para
tener la seguridad casi total de que, siguiendo por ahí, acierta uno.
He tenido mi propia vida. Yo nunca hubiera soñado realizar mi vida de un modo
tan ambicioso. Viviendo a mi aire, yo hubiese tenido unos horizontes muchísimo
más estrechos, unos vuelos más cortos. De no haber estado, día tras día, junto
a dos hombres de esa estatura humana y espiritual, ni me habría planteado la
ambición de entenderme con todo el mundo, de preocuparme por todas las almas.
Yo, como hombre de mi
tiempo, como cristiano y como sacerdote, soy una persona realizada. Y tengo el
corazón mundializado, gracias a haber vivido con dos hombres de espíritu
grandioso, cristianamente grandioso.
Estoy muy orgulloso de haberme "criado" cerca de monseñor Escrivá.
¡Más me hubiera gustado aprender de él! Y lo que me enseñó siempre fue a
dilatar mi corazón de sacerdote. A tener los brazos abiertos a todo el mundo,
vinieran de donde vinieran, y vinieran como vinieran: aunque se presentasen
como mis enemigos mortales. A cualquier hora, en cualquier lugar y circunstancia,
tener el corazón de par en par, para quien me necesite...".