Era el 3 de
octubre pasado. Después de la peregrinación a la beatificación de D. Álvaro, ya
nos tocaba volver a casa. Después de peregrinar por las basílicas patriarcales
en Roma (San Juan de Letrán, Santa María La Mayor y San Pablo Extramuros; la de
San Pedro ya la habíamos visitado), fuimos a hacer las últimas compras para
traer algún recuerdo de la Ciudad Eterna (por eso las bolsas en la foto). Luego,
nos fuimos a despedir de San Pedro, al menos a la plaza.
Sugerí a mis
papás que rezáramos por la Iglesia y el Papa, por sus hijos, mis hermanos, por
toda la familia, por todas las intenciones que tuvieran en el corazón. Escuchaba
a mis papás murmurar por debajo sus súplicas a Dios.
Fue un acto de
fe. Y lo hicimos explícito, según la sugerencia de los santos: rezamos un
Credo, poniendo especial énfasis en “creo en la Iglesia que es una, santa,
católica y apostólica”. Allí nos salía espontáneo completarla, como san
Josemaría, con “… y Romana”.
Y le
agradecimos profundamente a Dios por el regalo que estábamos viviendo, por la
suerte de vivir en carne propia la unidad y la universalidad de la Iglesia, la
suerte de haber nacido y permanecer cristianos, de formar parte de esta
Iglesia, Familia de Dios.
Hubo lágrimas de
emoción al despedirnos de San Pedro. Era la última mirada antes de regresarnos
a casa, al día siguiente.
Aunque a la
distancia del Papa y de San Pedro —al menos físicamente, porque los llevamos en
el corazón—, ahora nuestra vivencia cristiana se ha enriquecido con esta
experiencia y queremos servirles más cercanamente.
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