Ayer leí el artículo de Anamaría Cofiño en El Periódico (artículo "Creencias"), que hablaba sobre la injerencia de Dios y de la Iglesia en la vida del Estado y de la democracia en Guatemala. Decía que si en la Constitución de la República se hablaba de Dios y se daba privilegios a la Iglesia, además de las "creencias" que guardan, nunca la sociedad y los hombres chapines serían plenamente libres. Ella se señalaba en su artículo como feminista.
Comentándolo hoy con un amigo sacerdote, él señalaba que, respecto a los supuestos privilegios de la Iglesia -v.gr., como institución, no pagar impuestos- no son más que alguna manera de restitución del Estado a la Iglesia por aquellos daños y años de Justo Rufino Barrios en su contra.
Hoy hemos escuchado en el evangelio de la Misa el episodio de la profesión de fe del incrédulo Tomás. Muchos creen -especialmente en el ámbito intelectual- que la fe es algo similar a la superstición, que creer es aceptar ciegamente sin pensar, y quien piense verdaderamente no puede creer. Es el camino de la ciencia que busca evidencias.
Nada más falso. Gracias al desvarío visceral de aquella articulista, pensaba: ¿qué será del hombre sin Dios? El hombre no se explicaría a sí mismo. Si el hombre se queda solo, está incompleto, se crearía una falta identidad que le llevará a la ruina de sí mismo. ¿Qué es el mundo, la sociedad, sin un Ser que lo gobierne providencialmente todo?
La fe -el acto de prestar confianza a Quien se nos revela- está llamada a crecer, pues, -como el amor- si no se cultiva, se acaba. De ahí que tantos bautizados dejan de creer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario