Detrás de un gran hombre hay una gran mujer. Mañana celebraremos la fiesta de san Agustín; hoy la de su madre, Santa Mónica.
Mujer de gran temple cristiano, se casó con un hombre que no conocía a Dios. Más tarde, su hijo Agustín se extravió por los caminos de la sabiduría de este mundo. En fin, esta santa mujer no cejó en su piedad y en su impetración de la conversión de los hombres que habían sido unidos a su vida.
Rezando y pidiendo consejo. San Ambrosio le dijo: “Vete mujer, que no puede perderse un hijo de tantas lágrimas”. Hicieron falta 18 años de oración y sacrificios hasta que se convirtió Agustín.
En su lecho de muerte, comentaba: «Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?». Y luego les pedía: «Sepultad este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis».
No sé a ustedes; cuando leo la vida de los santos, como dice San Agustín mismo, me lleno de santos deseos de imitarlos. ¡Éstos son los grandes héroes, de carne y hueso, de la vida real!
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