En un pequeño retiro, anteayer prediqué a
un grupo de jóvenes que debíamos trabajar bien, poniendo amor en lo que estamos
haciendo, amor a Dios y amor al prójimo. A propósito de ello me encontré con
unos textos de San Josemaría que hablan magníficamente sobre las cualidades que
debía tener el trabajo de cada día, sea cual sea, que toda labor humana honrada
puede y debe agradar a Dios.
Así vivió Jesús durante seis
lustros: era fabri filius (Mt 13, 55), el hijo del carpintero. (...) Era
el faber, filius Mariae (Mc 6, 3), el carpintero, hijo de María. Y era Dios,
y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí
todas las cosas (Jn 12, 32) [Es Cristo que pasa, n.
14].
El motivo
sobrenatural que hace santo el trabajo, no es algo que simplemente se
yuxtapone a la actividad profesional, sino que es un amor a Dios y a los demás
por Dios que influye radicalmente en la misma actividad, impulsando a
realizarla bien, con competencia y perfección, porque no podemos ofrecer al
Señor algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin
tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las
chapuzas. No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa,
pues no sería digno de El (Lv 22, 20). Por eso, el trabajo de cada uno, esa
labor que ocupa nuestras jornadas y energías, ha de ser una ofrenda digna para
el Creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un
quehacer cumplido, impecable [Amigos de Dios, n. 55].
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