Es la pregunta que le plantean a Jesús, en
el pasaje de hoy (Mt 13,22-30). A mis interlocutores les planteaba, en plan
individual, la aplicación personal. ¿Te has planteado, alguna vez, la mera posibilidad
de condenarte para toda la eternidad? Dios nos libre, ciertamente, pero es
bueno tenerlo en cuenta para esforzarnos en no llegar allí.
Respecto a este tema, me han encantado dos
obras que he leído recientemente: “El Condenado por Desconfiado” (de Tirso de
Molina) y “Cuento de Navidad” (de Charles Dickens), dos clásicos de la
literatura. Si las pueden leer, se las aconsejo.
¿Quisieras saber si te vas a condenar o a
salvar? No pinches esa curiosidad, que no te ayudará respuesta alguna, ni
afirmativa ni negativa. Mejor, la actitud de San Francisco de Sales:
A causa de las orientaciones teológicas de su
tiempo y ciertamente, también, porque Dios lo permitió, él vivió un largo
período de sus años juveniles con la impresión de estar excluido del número de
los salvados (entonces se decía de los «predestinados») y, por el contrario, de
estar destinado a la condenación eterna. Una tarde de enero, ya no pudiendo
más, entró en una iglesia, se arrodilló delante de una imagen de Nuestra Señora
e hizo un acto de total abandono en Dios, consignándose completamente a su
misericordia y rebatiendo quererlo amar cualquiera que fuera su destino después
de la muerte. De golpe, dijo él mismo, desapareció el miedo; se levantó con la
clara impresión de que su angustia le hubiese caído a los pies como escamas de
lepra. Se sintió renacer.
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