El Templo de Jerusalén era magnífico, hermoso; era el centro al que convergían las miradas, las aspiraciones, la devoción de los corazones israelitas. Jesús estaba allí, dentro del Templo, en uno de los atrios. Quizá estaría descansando un poco de andar y de estar predicando, porque después hubo de llamar la atención de sus discípulos.
Aquellos escribas quizá buscaban el momento de mayor afluencia de devotos. Trece cepillos para las limosnas estaban distribuidos a los costados del atrio de las mujeres.
Los billetes no eran como los de ahora; solían usarse monedas; las más valiosas eran las de oro y las de plata. “El Señor observa el movimiento de las gentes en torno al gazofilacio; resuena el ruido de las monedas de los magnates, y los murmullos de admiración de los adictos.
No todo es generosidad en estos gestos. El ruido de las pesadas monedas suena quizá como metal vacío en la presencia de Dios; la arrogancia de algunos principales hiere a los humildes y ofende la santidad del lugar sagrado”.
En cambio Jesús, pobre que ha venido a enriquecernos con su pobreza, lleva años mendigando la fe de sus hermanos los hombres.
Sólo Jesús se fija en aquella mujer, que entra casi como escondiéndose. “No has visto las lumbres de la mirada de Jesús cuando la pobre viuda deja en el templo su pequeña limosna? –Dale tú lo que puedas dar: no está el mérito en lo poco ni en lo mucho, sino en la voluntad con que lo des” (Camino 829).
¿Te has imaginado cómo se llamaba aquella viuda? ¿Dónde vivía? También, ¿cuánto valió su limosna o en qué se pudo invertir? Apliquémonos en concreto esta pregunta: ¿le damos a Dios de lo que nos sobra, como aquellos escribas: nuestro tiempo, nuestras fuerzas…?
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