miércoles, 25 de abril de 2012

Beber de la fuente del Evangelio



     Me pareció muy aprovechable compartir con ustedes estos párrafos, el día de hoy que celebramos la fiesta del evangelista San Marcos. Además de agradecer a Dios y aprovechar el tesoro del evangelio que nos dejaron escrito los apóstoles, también se nos invita, en esta festividad, a ser apóstoles y evangelizadores. Los siguientes párrafos los tomo de Fluvium.org, del P. Luis de Moya, gran comunicador y admirable en su testimonio cristiano.
        En la fiesta del evangelista san Marcos, elevamos nuestro corazón a Dios en acción de gracias por tantos beneficios recibidos a partir del designio de Jesucristo, que estableció a ciertos testigos para transmitir en su nombre la Buena Noticia que Él mismo vino a traer al mundo. El Hijo encarnado debía ascender a los Cielos –a la derecha de Dios, según se nos recuerda hoy– y convenía que quedara un testimonio escrito de la vida del Señor para la humanidad de todos los tiempos. Marcos, compañero en la predicación de los apóstoles Pedro y Pablo, es el autor del Segundo Evangelio, en el que recoge, en buena medida, la predicación del Príncipe de los Apóstoles.
        Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. Estas palabras de Nuestro Señor, pronunciadas inmediatamente antes de ascender a los cielos, fueron las últimas que escucharon los discípulos de sus labios. Durante tres años de convivencia con El, le vieron y escucharon cada día anunciar el Evangelio a todos. Finalmente habían sido testigos de su pasión, muerte y resurrección. Se concluía así el plan redentor de Dios. Los hombres podíamos alcanzar la filiación divina por la virtud de Jesucristo muerto y resucitado: el mérito infinito –por ser Dios– de su sacrificio en la Cruz quedaba para siempre, como un tesoro, a disposición de cada hombre.
        Insistamos en nuestra gratitud a la Providencia divina, que ha dispuesto de modo tan admirable la transmisión de su mensaje salvador hasta el final de los tiempos.
        Esta festividad es una buena ocasión para tomar viva conciencia de la responsabilidad que a cada uno nos corresponde, como apóstoles y, en cierta medida, también evangelistas en el tiempo presente. Somos, en efecto, discípulos del mismo Jesucristo al que siguieron los Doce Apóstoles y tantos más desde entonces. De palabra y –¿por qué no?– por escrito, como san Marcos, es necesario dar a conocer, cada día con más urgencia, la gran noticia de que Dios nos ha creado para una existencia que no es solamente terrena: que, en Jesucristo y por El, llegamos a ser verdaderamente hijos de Dios, capaces de vivir eternamente en la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
        No es lo habitual que los hombres tengan como ocupación exclusiva la evangelización. Es cierto que Dios ha escogido siempre a algunos hombres, como escogió a los Doce Apóstoles, para que, libres de otras ocupaciones materiales nobles, se dedicaran de modo exclusivo a la extensión del Reino de Dios. Pero, esta especial dedicación de unos pocos, en relación con el conjunto de la sociedad, no impide a los demás fieles cristianos la difusión del Evangelio, ni les excusa de la responsabilidad de ser apóstoles. Ser apóstoles no es sino manifestar con la propia vida –con el ejemplo y con la palabra– que somos hijos de Dios.
        Pocas veces es necesario hacer algo especial o que llame la atención. El atractivo del mensaje de Cristo, encarnado en nuestra vida, se manifiesta por la serena paz que no pasa inadvertida en este mundo lleno de tensiones y discordias: por la alegría sincera que se procura difundir, aunque sean evidentes diversas dificultades, incluso el dolor; por la fecundidad a diversos niveles: hijos, amigos, trabajo..., porque el bien de suyo es difusivo y, unida a Dios como el sarmiento a la vid, la vida cristiana necesariamente fructifica. Sin embargo, el amor a Dios y a sus hijos, los demás hombres, no dejan al cristiano satisfecho con el bien que realiza por su buen ejemplo, y procura hablar de Dios y de la vida que espera de nosotros con sus familiares, con sus amigos, con sus compañeros de trabajo o de diversión... Y lo hace con la misma sencillez y franqueza con que trata de los demás asuntos de mutuo interés.
        Le ilusiona al cristiano ver a todos los hombres cerca de Dios, que lo tienen cada día más presente en sus vidas, que lo aman. Desea el apóstol una sociedad en la que Cristo pudiera vivir a gusto, sin entristecerse hasta llorar, como cuando, contemplando Jerusalén, se lamentaba porque no había reconocido su venida salvadora y pocos años después sería destruida: no dejarán en ti piedra sobre piedra, aseguró. Le ilusiona, en fin, ver a María Santísima –madre de Dios y Madre de nuestra– filialmente reconocida por todos sus hijos, los hombres, mientras suavemente, maternalmente, nos conduce a la Casa de nuestro Padre.

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