La ceremonia de la canonización se celebró
a las diez de la mañana, hora de Roma, cuando aquí en Guatemala era a las dos
de la mañana. ¿Se levantaron para ver la celebración? Aunque un algo adormilado,
me levanté y me uní al medio mundo que lo vio.
¿Qué agrega a Dios a los nuevos “santos”
al canonizarlos la Iglesia? Nada, en efecto. Ellos ya gozan del Cielo y no les
agregamos más; tampoco Dios se engrandece o es más adorado. Simplemente, la
Iglesia y los mortales somos los que nos beneficiamos, pues la alabanza que les
tributamos redunda en provecho de quienes lo hacemos.
En las dos Misas que celebré, por lo poco
acostumbrado, me supo a especial pronunciar el nombre de los dos nuevos papas
canonizados, aunque me surgió la escrupulosidad de si había que pronunciar “Segundo”
después del nombre de “Juan Pablo”. De hecho, me parece, éste es nuestro primer
santo de nombre “Juan Pablo”, por lo que no habría necesidad de distinguirlo de
otro, función que tiene el “Segundo”. En fin, no me hagan caso…
Pensé en los amigos que vivieron “de
cuerpo presente” ese acontecimiento, los sacerdotes y otros amigos que se
encuentran en Roma disfrutando de estos días históricos y de gracia. Los encomendé.
Personalmente me da mucha alegría que se
vaya reconociendo la gran talla espiritual y eclesial —además de gran
influencia mundial— de los papas del siglo XX. Eso indica que la Iglesia está
viva, que tenemos pastores que se han configurado plenamente con Cristo. Prefiero
pensar en que no hemos sido las “malas ovejas” quienes, a fuerza de hacerles
sufrir, hemos colaborado a que se santifiquen…
Es un gran compromiso, también, seguir sus
pasos: si los pastores de la Iglesia han predicado y corroborado con su vida lo
que predican, nosotros también debemos esforzarnos por no manchar a esta
Iglesia santa, a luchar por ser más santos. Gracias a Dios tenemos la intercesión de
otros dos grandes santos.
Santos Juan XXIII y Juan Pablo II,
¡rueguen por nosotros!
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