Venía regresando de Guatemala Ciudad. La jornada de mi regreso suele ser un poco... entretenido, cansado. Cuando tienes poco tiempo para tomar aire, haciendo una cosa tras otra, suele cargarse el ánimo. De hecho, no sé ustedes, me he fijado un poco en el rostro de los viandantes y los encuentro algo serios, quizá por las prisas y las preocupaciones. A mí también me sucede. Y, con frecuencia, me digo: "esta persona tiene su propia vida, sus propias preocupaciones, su propia historia, que Dios conoce".
Lo cierto es que, hoy, pasando por Chimaltenango, tuve que bajarme a recoger una encomienda. Cuando ya iba a subirme de nuevo al carro, tras acomodar una última cosa, alguien me gritó a lo lejos: "¡Padre!" Después de dejar lo que llevaba entre manos, me fijé: era una señora sencilla, medianamente madura, que llevaba puesto un sombrero de tela de color beige, e iba empujando un pequeño carruaje. Me saludó con un "buenas tardes".
La señora acompañó esos saludos con una sonrisa limpia, respetuosa. Pero, lo que más me sorprendió es que, haciendo esto, continuaba cantando animada y alegremente a una voz perceptible en la calle bulliciosa. Francamente me dio envidia, de la buena: cantar, a esa hora de la tarde..., después de lo que uno haya podido vivir.
Espero poder recordarme de esta anécdota cada tarde, todos los días, para tener el mismo espíritu alegre, sin ingenuidad, con espíritu sobrenatural.
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