miércoles, 21 de febrero de 2018

Santa Teresa de Calcuta y la oración

Transcribo este texto del Card. Angelo Comastri que escribió en un libro suyo ("Dio scrive dritto") y que es recogido por el Card. Robert Sarah en su libro "La Fuerza del Silencio" (n. 55). Estamos en Cuaresma y es lógico tratar sobre la oración, en esta ocasión, relacionada con la figura de la querida y recordada Madre Teresa de Calcuta. Así escribe el Card. Comastri sobre su propia experiencia, recordando su tiempo de sacerdote joven:

Llamé por teléfono a la casa general de las hermanas misioneras de la caridad para entrevistarme con la Madre Teresa de Calcuta, pero la respuesta fue tajante: Imposible ver a la Madre: sus compromisos no se lo permiten. De todas formas me presenté allí. La hermana que vino a abrirme me preguntó amablemente: ¿Qué desea? Querría ver un momento a la Madre Teresa. Ella me contestó sorprendida: ¡Cuánto lo siento! No puede ser... No me moví de allí, dándole a entender que no me iría sin haber visto a la Madre Teresa.

La hermana desapareció durante unos instantes y regresó acompañada de la Madre, quien me invitó a sentarme en una salita próxima a la capilla. En el entretanto, pude reponerme un poco y conseguí decir: Madre, soy sacerdote muy joven: ¡estoy dando mis primeros pasos! Venía a pedirle que me acompañe con su oración. La Madre me miró tierna y dulcemente y, sonriendo, me dijo: Siempre rezo por los sacerdotes. Rezaré también por usted. Luego me tendió una medalla de María Inmaculada, la depositó en mi mano y me preguntó: ¿Cuánto tiempo dedica usted al día a la oración? Me quedé sorprendido y algo desconcertado. Después de hacer memoria, repuse: Madre, celebro misa todos los días, todos los días rezo el breviario. Como bien sabe, ¡en nuestra época esto es una heroicidad! [era 1969]. También rezo todos los días el Rosario y lo hago con gusto, porque lo aprendí de mi madre. La Madre Teresa apretó con sus manos rugosas el rosario que llevaba siempre consigo; luego clavó en mí aquellos ojos llenos de luz y de amor y me dijo: No basta con eso, hijo mío. No basta con eso, porque el amor no puede reducirse al mínimo indispensable: ¡el amor exige el máximo!

En ese momento no entendí las palabras de Madre Teresa y, casi justificándome, contesté: Madre, en realidad lo que quería preguntarle era qué actos de caridad hace usted. Inmediatamente, su rostro se volvió severo y la Madre me dijo con voz firme: ¿Cree usted que yo podría vivir la caridad si no le pidiera cada día a Jesús que llene mi corazón de su amor? ¿Cree usted que podría recorrer las calles en busca de los pobres si Jesús no comunicara a mi alma el fuego de la caridad? Me sentí muy pequeño... 

Miré a la Madre Teresa con honda admiración y el deseo sincero de penetrar en el misterio de su alma, tan llena de la presencia de Dios. Ella, subrayando cada una de sus palabras, añadió: Lea atentamente el evangelio y verá cómo también Jesús, por la oración, sacrificaba la caridad. ¿Y sabe por qué? Para enseñarnos que sin Dios somos demasiado pobres para ayudar a los pobres. En esa época veíamos a muchos sacerdotes y religiosos abandonar la oración para hacer una inmersión -así lo llamaban- en el campo social. Las palabras de la Madre Teresa fueron para mí como un rayo de sol; y en mi fuero interno repetí lentamente: Sin Dios somos demasiado pobres para ayudar a los pobres.

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