domingo, 18 de diciembre de 2011


     Me ha encantado este artículo, que comparto con ustedes, y que también nos ayuda a vivir la Liturgia. Hoy, precisamente, se ha leído el pasaje de la Anunciación en el evangelio de la Santa Misa. El artículo es de Mons. Víctor Hugo Palma, en su columna de Prensa Libre. Dice:
     “La Virgen está pálida y mira al niño, pensando: Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Tiene mis ojos y la forma de su boca es la mía. Es Dios y se parece a mí, ninguna mujer ha tenido a su Dios así. Un Dios al que se puede tocar y sonríe”. Increíblemente, este bello poema no procede de un “creyente practicante”, sino de J.P. Sartre (1905-1980), quien seguramente antes de caer en el “nihilismo” y recomendar el suicidio advirtió la singularidad de aquella que durante el Adviento con la celebración de su Concepción Inmaculada y de la advocación de Guadalupe ha estado presente en la preparación del nacimiento guatemalteco. A la percepción del filósofo podría agregarse la devoción mariana de M. Lutero: “Ella es la mujer más encumbrada, y la joya más noble de la cristiandad después de Cristo… ella es la nobleza, sabiduría y santidad personificadas”. (Sermón de Navidad, 1531). “Ninguna mujer como tú. Tú eres más que Eva o Sara, bendita sobre toda nobleza, sabiduría y santidad” (Sermón en la Fiesta de la Visitación, 1537). Incluso Mahoma, tan amante de su hija Fátima, le afirma en un “hadith” o proverbio suyo: “Estarás en el paraíso por sobre todas las mujeres, pero después de Máryam —María, en árabe—”. Pero la innegable grandeza bíblica e histórica de María se funda no solo en lo que Dios le dio —su concepción inmaculada, su maternidad virginal—, sino también en su “apertura y respuesta” que la hizo “casa, templo, lugar de Dios para la Humanidad”. Cierto, ya San Ambrosio (340-397 d.C.) corregía una “mariología excesiva” diciendo: “Ella es el templo de Dios, no el Dios del templo”: aún así, con toda justicia, el último domingo de Adviento se centra en María como la que hace posible que Dios tenga una “beth” —casa, en hebreo— en la carne humana.
     Viviendo con fe el “perdido sentido actual de la maternidad y del hijo que no ha nacido” en ella se cumple la profecía antigua de Natán a David: el deseo de Dios de “hacer su casa entre nosotros”. Este domingo contiene un reclamo: como María, la humanidad entera está llamada a “decir sí” al Dios que viene “a hacerse una casa suya para reparar toda la casa”, pues los dramas de dolor personal, familiar o social no tienen solución sin la presencia de aquel al que María supo recibir en su seno, en su existencia aún a costa de los proyectos personales “buenos y normales”. Y especialmente cuando las cosas no van bien, ella es modelo de “dejar a Dios entrar en nuestra vida: ella está a nuestro lado, como madre a la que se puede recurrir” (Benedicto XVI, Vida de la Virgen María, noviembre 2011). Ella es la mujer y casa, modelo de recepción positiva de la “anunciación y presencia” en nuestro mundo. Un antiguo relato de los hassidím o judíos devotos lamenta sin embargo que, habiendo enviado Dios al ángel Gabriel al mundo para darle la salvación, él regresó triste diciendo: “Encontré a unos anclados en su pasado, a otros perdidos en la búsqueda del futuro: nadie fue capaz hoy de hacerte un lugar en su vida”. Que esta Navidad el “sí de María al ángel” invite a crear un espacio permanente, privilegiado, histórico e irreversible de Dios en la vida de las familias guatemaltecas llamadas todas a ser hoy casa, templo y el lugar en la carne, en la historia para el “Dios pequeñito” al que la Virgen y madre estrecha con ternura y adora como su Señor.

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