Llamado y enviado son adjetivos que se
aplican a san Pablo. No perdió su temple y su carácter cuando se topó con
Cristo, pero él sí cambió radicalmente. Si su arrogancia y su figura amenazante
regían su pensar, cuando vio a Cristo –una luz hermosa, pero cegadora para
quien no esté preparado para verla- su vida tuvo otro norte: llevar a Cristo,
aunque el mundo se resista.
Son de esos cambios milagrosos, radicales,
que creemos que es casi imposible que lleguen. Y Jesús lo tenía previsto: “éste
me es un instrumento elegido para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes
y los hijos de Israel” (Hch 9,15).
Si el apóstol Pedro se dedicó a los de su
raza, el apóstol mereció el título de “apóstol de los gentiles”, pues dejó de
predicar a los judíos para llevar el evangelio a los paganos. Dio el paso de
Asia a Europa, predicó “a tiempo y a destiempo”.
Sus 13 cartas que guarda el Nuevo
Testamento siguen dando luz a la teología, a la predicación y a las almas. Es el
“apóstol común”, pues también los que no están en comunión también lo leen y
aprenden de él.
Sancte Paule, ora pro nobis!
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