Hemos leído en el evangelio el capítulo 7
de San Marcos. ¡Pobres los fariseos! ¡Qué “chinos” los traería Jesús, nuestro
Señor, con las invectivas que les lanzaba. Pero algo de culpa sí que tenían,
como la tenemos tú y yo también ahora, al no cumplir los mandamientos según el
plan del Señor.
Los fariseos se afanaban en cumplir con
las tradiciones aprendidas de sus mayores. Entre ellas, las mencionadas en Mc
7: lavarse las manos restregándose bien, lavar vasos, jarras y ollas... Pero,
el error es observar estas minucias y olvidar la observancia de la caridad y
los mandamientos.
De dentro del corazón vienen los malos
propósitos, fornicaciones, robos, homicidios... y la retahíla de pecados en los
que puede caer cualquiera de nosotros si nos descuidamos, si nos dejamos de la
mano de Dios.
Por lo tanto, de lo que se trata es de
mantener limpio el corazón, limpiarlo cada vez que se manche. Hemos de cuidar
la higiene del alma. ¡Qué mejor manera que por medio de la Confesión! La
Confesión limpia y fortalece con la gracia de Dios. ¡Gracias, Dios, por este
Sacramento!
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