Inmaculada Concepción. Zurbarán.
Dios inspiró, de alguna manera, en el corazón de María la decisión de reservarse enteramente, cuerpo y alma, para Dios: “¿Cómo será esto, pues no conozco varón?” (Lc 1,34).
Se le ha presentado un dilema a la Virgen: ser madre o entregarse –mediante una promesa de virginidad– sólo para Dios. María quería ser fiel, no un día, sino siempre. Y se resuelve como se resuelve.
Dios puso en su camino a José, hijo de Jacob, de la misma tribu de David. Un hombre joven, trabajador, piadoso, virtuoso –“justo”, en las palabras de la Escritura–. José se muestra un poco callado, tirando a la timidez, pero en sus ojos se reflejan la alegría, la fortaleza, la fe en Dios.
Los dos, María y José, ilusionados, han preparado su boda, que ha llegado casi sorprendiéndoles. Todo el pueblo ha participado en la fiesta: siete días han sido. La bendición de Dios, la bendición de los padres –o los que hacen sus veces–.
Ha sido un paso decisivo: compartirá el resto de su existencia con esta persona, y está segura de la Voluntad de Dios de que éste es el esposo que quiere para ella. Un padre así es el que necesitará el Hijo de Dios que se gesta en el seno virginal de María.
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