“Ningún padre debería enterrar a su hijo”, escuchaba en alguna parte.
¿Qué tendrá ese enigma que el hombre no termina por acostumbrarse a él? ¿Qué ha de hacer para que deje de mostrarse como un misterio infranqueable? La fe.
Cuando Jesús comenzó su vida pública, ya José había dejado de estar en la tierra con María y Jesús. Le conocemos como el “patrono de la buena muerte”, rodeado de María y de Jesús: así debe morir todo cristiano.
La certeza de la vida eterna habrá aminorado la tristeza humana –es natural- que habrá podido sentir la Virgen, cuando José dejó este mundo. Sin embargo, la amargura de la pasión y muerte de Jesús fue una experiencia aterradora para la que amaba a Jesús, después de Dios, más que nadie en el mundo. La esperanza de la resurrección habrá atenuado en parte, pero no borrado, ese dolor.
La muerte, desde entonces, ya no es misterio: es ese hilo que separa esta vida terrena de la eterna, un paso necesario.
La Virgen nos ayude a prepararnos a ese momento definitivo.
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