Inmaculada Concepción (Tiépolo).
“No le hable; ¡escúchele!”, fue el consejo de aquel director espiritual a su dirigido, ambos sacerdotes y santos. Nuestra oración ha sido tantas veces hablar y hablar, y pocas veces escuchar.
María no se cansaba de contemplar a Jesús. Fue tomando el hábito sin esfuerzo, enamorado de su Hijo: desde la noche de su Nacimiento, embelesada del gran misterio de la encarnación del Hijo de Dios.
“Mamá”, le oyó muchas veces a Jesús, palabra que llena el corazón de una mujer, tanto cuanto se dice con más conciencia. Después aquellas palabras que, al no comprenderlas pronto, guardó en su corazón: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49).
¡Cuántas veces escuchó su predicación, ya en su vida pública! Un orgullo santo invadía su corazón cuando hablaba de cosas que fue aprendiendo en su hogar de Nazaret.
“Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Desde que escuchó estas palabras de labios de su Hijo, pendido en la Cruz, no deja de ejercer su maternal protección sobre sus hijos de adopción.
¡Pero cuántas más cosas escuchó de su Hijo que no quedaron escritas en el evangelio!
Pero, para escuchar a Jesús, hace falta estar disponibles. Un ambiente propicio para hacerlo es el silencio.
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