Un misterio del que nunca dejaremos de sorprendernos, si no somos tan atolondrados, es el de la filiación divina, es decir, que tú y yo somos hijos de Dios, hijos pequeños, hijos queridos, como si cada quien fuera el único hijo de Dios. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1), hasta el extremo de dar la vida por ellos.
Pero, los cristianos que andan por la calle –los tantos en nuestra sociedad que todavía se profesa cristiana–, ¿seremos conscientes de esta maravillosa verdad?
Un signo de esta conciencia es, a mi modo de entender, querer mejorar en el camino a Dios. Al contrario, si no queremos hacer examen para ver cómo servimos a Dios y cómo debemos mejorar es una clara muestra de que hemos olvidado que somos hijos de Dios.
Del año pasado a este año –o incluso más concreto: del mes anterior a éste–: ¿hemos mejorado en nuestra oración o en nuestro afán de servir al prójimo?
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