En el año sacerdotal
De vez en vez el sacerdote es enteramente consciente –ojalá lo fuera siempre– del gran poder que tiene en sus manos: celebrar la liturgia de la Iglesia.
Poder pronunciar: “yo te bautizo en el nombre del Padre…”; “Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre…”; “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo…”, es algo mucho más que sentimiento: es algo divino en un hombre, un poder que no se le ha dado a cualquier persona ni a cualquier cristiano. Hacer las veces de Cristo, allí radica la grandeza del sacerdote.
A propósito de la alegría de celebrar la liturgia, leía hace poco un libro titulado Querido Cardenal Newman. Una conversación al límite, de Eduardo Gil. Con un relato-conversación que engancha, el autor ponía en labios del legendario y ejemplar Card. Newman, antes de su conversión a la Iglesia Católica: “Tenía que reconocer la perfecta conciencia religiosa del catolicismo y cómo la presencia de Dios se convertía en el objetivo fundamental de los creyentes romanos más despiertos y la validez fundamental de la vivencia personal de Dios en ellos y la férrea profesión del articulado de su fe. No me fue difícil descubrir en el catolicismo caminante la manera de sentir que toda la vida cotidiana está filtrada de espiritualismo. Un espiritualismo que se refleja en la belleza del culto. Es decir: que descubrí realidades envidiables. Las echaba de menos en muchos capítulos de nuestra experiencia religiosa anglicana”.
La belleza del culto… Una liturgia bien cuidada, que refleje lo sobrenatural y divino que hay detrás de las palabras y los gestos del sacerdote. Cuidar la liturgia –el sacerdote es el primer y principal encargado– es signo de fe.
Es cierto que muchas veces se nos olvida que el sacerdote tiene dones extraordinarios en la tierra, dones maravillosos que el mismo Dios le dispensó, pero es más cierto que a muchos sacerdotes se les olvida ser humanos en la tierra, piensan que por ser cabeza dentro de la iglesia merecen la capitania del batallón, y se recuerdan de ser amigos y hermanos de los demás solo si son sus amigos...
ResponderEliminarConsidero que es de humanos tener defectos, y precisamente la grandeza del sacerdocio se encuentra envuelto en fragilidades. Dios quiso confiar este grandioso don no a seres celestiales, sino a hombres con pies de barro como todos. Por otro lado, en Latinoamérica no descuidemos la sacralidad de la figura sacerdotal, como se ha ido perdiendo en Europa, entre tanto materialismo. Saludos desde la Pontificia Universidad Gregoriana.
ResponderEliminar