Hoy he ido nuevamente al Hospital, a
visitar a una enferma concretamente.
Cuando alguien me requiere para ello,
trato de enterarme de algunas circunstancias de la vida de la enferma, por un
lado para no tener “sorpresas” que puedan impedirle recibir los sacramentos,
por otro, para saber cómo tratarla.
Quien me acompañaba iba conteniendo las
lágrimas –algunas veces lo logró, otras, no-, contándome que ya habían
desahuciado a la persona enferma. Se notaba cómo la quieren.
Sin más demora, al llegar, le administré
el Sacramento de la Unción, en vista de la gravedad de la enfermedad. Todavía estaba
consciente.
Al terminar le pedí a quienes nos
acompañaban que nos dejaran un momento, que quería hablarle a solas. Entre los
estertores de dolor, me entendió lo que le decía –me comprendía muy bien-: que
Cristo había dado su vida por nosotros, y que ahora le pedía colaborar con Él
en la redención; que aprovechara ofrecerlo por sus pecados y por los de todos
los hombres; que estuviera firme, puesto que quien nos lo había prometido era
fiel, de que Dios nos ha preparado un premio grande en el Cielo y que nada aquí
en el mundo se le compara.
Me tendió
la mano y me dijo, como pudo: “sí, padre”. Le hice la señal de la Cruz en la
frente, recordándole que la iba a encomendar, especialmente en la Santa Misa.
Tengo fe en que Dios la está confortando
ahora.
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