- ¿Cómo quiere que se lo corte?
- ¿Qué tal un estilo “normal”? No soy exigente; un recorte nada más.
Es que hoy fui al peluquero para un recorte de pelo. Hoy, después de... muchas semanas.
Tuve que esperar poco, gracias a Dios. Era una peluquería pequeña, con tres puestos para las "operaciones". Dos peluqueros, con sendas camisas amarillas y jeans...
Se puso mi peluquero detrás de mi cabellera cual investigador sobre un bicho que le fascina: con los brazos alzados, tomaba un mechón de pelo con el peine, lo ponía entre dos dedos y tomaba el peine con los otros dedos, y cercenaba los pelos que habían crecido. Todo esto a una velocidad impresionante.
Yo, desconfiado, no quedo satisfecho por lo que veo sino por lo que siento: además de que el pelo se me vea más o menos bien, necesito tocarlo... En fin, “algún defecto” debía tener.
La anterior “víctima”, mientras yo me acomodaba en la silla de operaciones, estaba pagando. No sé por qué, pero hablaba bajo –en un español es un poco raro–, diciéndole al peluquero que volvería en un momento, porque no le alcanzaba para pagar. Con toda naturalidad, el peluquero le dijo: “¡déjalo así! Por lo que falta, yo no me voy a volver pobre ni usted se va a volver rico”. De hecho, volvió en menos de cinco munos a dejar el resto.
Una cosa que me gustó un montón fue el cuidado que ponen en cuidar sus instrumentos de tortura... El otro peluquero terminó con su “paciente”, y se quedó un momento solo. Se puso a limpiar concienzudamente las cosas que había usado. Si no puso presencia de Dios en ese trabajo y lo ofreció, yo sí lo hice; a ver si vale para el cielo.
Aunque uno va al peluquero resignado, porque pueden hacerle cualquier cosa a uno -me recuerdo de un peluquero novato en el Seminario Mayor-, al terminar queda uno agradecido, porque la cabeza está más ventilada. No viene mal para pensar un poco mejor...
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