He encontrado este artículo muy bueno de un profesor de la Universidad de Navarra, sacerdote a quien tuve el gusto de tratar en ocasiones. Se trata de D. Ramiro Pellitero, profesor de Teología Pastoral en la Facultad de Teología. Espero que les guste.
Sapere aude, decía Kant: “Atrévete a pensar”. En nuestra época se nos dice con frecuencia: “Atrévete a volar, vete más allá de lo establecido, no te conformes con las rutinas y los estereotipos”.
Es cierto que para romper con los acostumbramientos, hay que atreverse a volar alto: más allá de la mediocridad, de la comodidad, del aburguesamiento. Pero no hay que olvidar que las personas necesitamos una adecuada proporción entre estabilidad y dinamismo, identidad y desarrollo, tradición y progreso. Algo así como los árboles, que sólo crecen y extienden sus ramas en el espacio irguiéndose sobre sus raíces.
Ícaro era hijo de Dédalo, arquitecto del laberinto de Creta. El rey Minos puso a los dos en prisión por colaborar con los troyanos, pero consiguieron escaparse. Planearon cruzar el mar con unas alas hechas de plumas, que pegarían a su cuerpo con cera. Dédalo advirtió a Ícaro que no volase demasiado alto porque el calor del sol derretiría la cera, ni demasiado bajo porque la espuma del mar mojaría las alas y no podría volar.
Pero el muchacho no hizo caso de la sabiduría de su padre y subió en exceso, hasta que el sol ablandó la cera que mantenía unidas las plumas y éstas se despegaron. Así que cayó en picado al mar. Lo inmortalizaron en sus cuadros Peter Bruegel (s. XVI) y Marc Chagall (s. XX), aparte de tantos poemas, composiciones musicales y referencias en el teatro y el cine.
Esa leyenda mitológica me venía a la memoria al leer algunos pasajes de la homilía de Benedicto XVI en la vigilia pascual de 2007. Es cierto, observaba, que el alma del hombre es inmortal, pero su fuerza no basta para elevarse hacia Dios. “No tenemos alas que podrían llevarnos hasta aquella altura. Y sin embargo, nada puede satisfacer eternamente al hombre si no el estar con Dios”. Con este argumento de sabor agustiniano, invitaba el predicador a mirar hacia lo alto: “El hombre no logra llegar arriba, pero anhela ir hacia arriba”. ¿Qué hacer?
Solos no podemos nada. Pero Cristo ha bajado a los infiernos, hasta la noche de la muerte, y ha resucitado triunfante. Si nos agarramos a Él, en comunión con su Cuerpo, podemos llegar hasta donde no pueden llegar nuestras fuerzas: “Unidos con su amor, llevados sobre las alas del amor, como personas que aman, bajamos con Él a las tinieblas del mundo, sabiendo que precisamente así subimos también con Él”.
Ya el día anterior, al final del Via Crucis en el Coliseo romano, escenario del testimonio de los mártires, señalaba el Papa que el amor de Dios abre nuestro corazón a las necesidades de los que nos rodean. Para los primeros cristianos “convertirse a Cristo, hacerse cristiano, quería decir recibir un corazón de carne, un corazón sensible a la pasión y al sufrimiento de los demás”. Sólo Cristo nos puede sacar definitivamente de la insensibilidad y dureza de corazón. “Se hizo hombre para darnos un corazón de carne y despertar en nosotros el amor por los que sufren, por los necesitados”. Con la mirada en Cristo parece repetirnos Benedicto XVI insistentemente: “Atrévete a amar”.
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