Lo narran los evangelios (hoy leímos el de
Lc 9, 28-36). Jesús, subido a un monte ―porque dejando las cosas de abajo
es más fácil encontrar a Dios―, se encontró con su Padre Dios y,
ante sus tres predilectos, cambió de apariencia. Los Apóstoles fueron testigos
del resplandor de su gloria.
De las varias ideas que se pueden sacar de
su consideración (revelación del Hijo; epifanía de la Santísima Trinidad; gloria
unida a la Cruz; el Antiguo Testamento ―Moisés y Elías, la Ley y los Profetas―
confirma que el camino de la salvación es el de la pasión...) me encanta mucho
considerar la gloria de que se revestirá esta naturaleza nuestra en el último
día.
Estamos llamados a una meta alta,
altísima: la plenitud de la gloria en Dios, para toda la eternidad. También nuestro
cuerpo ―este cuerpo que a veces se siente débil― gozará de Dios desde la
resurrección de los muertos.
Ésta es nuestra esperanza, debe ser un
aliciente, para ti y para mí, en la lucha diaria.
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