martes, 6 de agosto de 2013

En la fiesta de la Transfiguración

     Lo narran los evangelios (hoy leímos el de Lc 9, 28-36). Jesús, subido a un monte porque dejando las cosas de abajo es más fácil encontrar a Dios―, se encontró con su Padre Dios y, ante sus tres predilectos, cambió de apariencia. Los Apóstoles fueron testigos del resplandor de su gloria.
     De las varias ideas que se pueden sacar de su consideración (revelación del Hijo; epifanía de la Santísima Trinidad; gloria unida a la Cruz; el Antiguo Testamento ―Moisés y Elías, la Ley y los Profetas― confirma que el camino de la salvación es el de la pasión...) me encanta mucho considerar la gloria de que se revestirá esta naturaleza nuestra en el último día.
     Estamos llamados a una meta alta, altísima: la plenitud de la gloria en Dios, para toda la eternidad. También nuestro cuerpo ―este cuerpo que a veces se siente débil― gozará de Dios desde la resurrección de los muertos.
     Ésta es nuestra esperanza, debe ser un aliciente, para ti y para mí, en la lucha diaria.

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