viernes, 23 de agosto de 2013

Una foto del lago de Atitlán

     ¡Qué orgullosos nos sentimos del lugar del que somos originarios o en el que vivimos! Es una de las ventajas de nuestra adaptación a un lugar en concreto.
     En una ocasión, el P. Fredy le contaba, orgulloso, a un sacerdote de un país europeo ―suizo, me parece―, que a Guatemala se le llamaba “el país de la eterna primavera”. El sacerdote, contaba, tras pensar un poco, le respondió: “¡Qué aburrido!”
     “En donde dejó el ombligo”, dicen de alguien al hacer referencia a su lugar de origen. En efecto, le tomamos cariño y suspiramos por él cuando estamos lejos.
     Pero, las virtudes o los vicios del lugar o de la gente de los que procedemos, no son necesariamente los nuestros; no son logro nuestro ni son nuestros defectos. Es claro que es bueno cultivar un regionalismo sano, sentirnos parte del lugar en el que estamos y arrimar el hombro para ver en qué podemos ayudar. Eso es lo que me admira de una hermana mía, que apoya al equipo de futbol del lugar en el que está ―por decir un detalle―, aunque no llegue a ser campeón en ningún torneo ―quizá sí, por milagro―.
     Desde luego, estoy orgulloso de mi pueblo, como del lugar en el que ahora me toca desarrollar mi apostolado.
     Quizá soy un poco loco por escribir estas cosas sólo por una foto. Se me ocurrieron estas cosas por poner esta foto del lago que tomé el lunes pasado desde un sitio cercano al Seminario. Es, casi, mi cuadro permanente, desde la ventana.
     Gracias, Señor, por estos deleites buenos para la vista y nuestra gente. Ojalá cuidemos este nuestro medio ambiente.

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