Me pareció muy aprovechable compartir con
ustedes estos párrafos, el día de hoy que celebramos la fiesta del evangelista
San Marcos. Además de agradecer a Dios y aprovechar el tesoro del evangelio que
nos dejaron escrito los apóstoles, también se nos invita, en esta festividad, a
ser apóstoles y evangelizadores. Los siguientes párrafos los tomo de
Fluvium.org, del P. Luis de Moya, gran comunicador y admirable en su testimonio
cristiano.
En la fiesta del
evangelista san Marcos, elevamos nuestro corazón a Dios en acción de gracias
por tantos beneficios recibidos a partir del designio de Jesucristo, que
estableció a ciertos testigos para transmitir en su nombre la Buena Noticia que
Él mismo vino a traer al mundo. El Hijo encarnado debía ascender a los Cielos –a
la derecha de Dios, según se nos recuerda hoy– y convenía que quedara un
testimonio escrito de la vida del Señor para la humanidad de todos los tiempos.
Marcos, compañero en la predicación de los apóstoles Pedro y Pablo, es el autor
del Segundo Evangelio, en el que recoge, en buena medida, la predicación del
Príncipe de los Apóstoles.
Id al mundo entero y
predicad el Evangelio a toda criatura. Estas palabras de Nuestro Señor,
pronunciadas inmediatamente antes de ascender a los cielos, fueron las últimas
que escucharon los discípulos de sus labios. Durante tres años de convivencia
con El, le vieron y escucharon cada día anunciar el Evangelio a todos.
Finalmente habían sido testigos de su pasión, muerte y resurrección. Se
concluía así el plan redentor de Dios. Los hombres podíamos alcanzar la
filiación divina por la virtud de Jesucristo muerto y resucitado: el mérito
infinito –por ser Dios– de su sacrificio en la Cruz quedaba para siempre, como
un tesoro, a disposición de cada hombre.
Insistamos en nuestra
gratitud a la Providencia divina, que ha dispuesto de modo tan admirable la
transmisión de su mensaje salvador hasta el final de los tiempos.
Esta festividad es una
buena ocasión para tomar viva conciencia de la responsabilidad que a cada uno
nos corresponde, como apóstoles y, en cierta medida, también evangelistas en el
tiempo presente. Somos, en efecto, discípulos del mismo Jesucristo al que
siguieron los Doce Apóstoles y tantos más desde entonces. De palabra y –¿por qué
no?– por escrito, como san Marcos, es necesario dar a conocer, cada día con más
urgencia, la gran noticia de que Dios nos ha creado para una existencia que no
es solamente terrena: que, en Jesucristo y por El, llegamos a ser
verdaderamente hijos de Dios, capaces de vivir eternamente en la intimidad del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
No es lo habitual que los
hombres tengan como ocupación exclusiva la evangelización. Es cierto que Dios
ha escogido siempre a algunos hombres, como escogió a los Doce Apóstoles, para
que, libres de otras ocupaciones materiales nobles, se dedicaran de modo
exclusivo a la extensión del Reino de Dios. Pero, esta especial dedicación de
unos pocos, en relación con el conjunto de la sociedad, no impide a los demás
fieles cristianos la difusión del Evangelio, ni les excusa de la
responsabilidad de ser apóstoles. Ser apóstoles no es sino manifestar con la
propia vida –con el ejemplo y con la palabra– que somos hijos de Dios.
Pocas veces es necesario
hacer algo especial o que llame la atención. El atractivo del mensaje de
Cristo, encarnado en nuestra vida, se manifiesta por la serena paz que no pasa
inadvertida en este mundo lleno de tensiones y discordias: por la alegría
sincera que se procura difundir, aunque sean evidentes diversas dificultades,
incluso el dolor; por la fecundidad a diversos niveles: hijos, amigos,
trabajo..., porque el bien de suyo es difusivo y, unida a Dios como el
sarmiento a la vid, la vida cristiana necesariamente fructifica. Sin embargo, el
amor a Dios y a sus hijos, los demás hombres, no dejan al cristiano satisfecho
con el bien que realiza por su buen ejemplo, y procura hablar de Dios y de la
vida que espera de nosotros con sus familiares, con sus amigos, con sus
compañeros de trabajo o de diversión... Y lo hace con la misma sencillez y
franqueza con que trata de los demás asuntos de mutuo interés.
Le ilusiona al cristiano
ver a todos los hombres cerca de Dios, que lo tienen cada día más presente en
sus vidas, que lo aman. Desea el apóstol una sociedad en la que Cristo pudiera
vivir a gusto, sin entristecerse hasta llorar, como cuando, contemplando
Jerusalén, se lamentaba porque no había reconocido su venida salvadora y pocos
años después sería destruida: no dejarán en ti piedra sobre piedra, aseguró. Le
ilusiona, en fin, ver a María Santísima –madre de Dios y Madre de nuestra–
filialmente reconocida por todos sus hijos, los hombres, mientras suavemente,
maternalmente, nos conduce a la Casa de nuestro Padre.
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