Hola, Santo Padre. Desde este sencillo y
humilde portal quería expresarle mi agradecimiento por este su primer
aniversario en ser elegido como sucesor de San Pedro.
Hace un año estábamos frente a la
pantalla, viendo expectantes quién aparecería en el balcón de la Basílica de
San Pedro. Su elección fue del todo inesperada —por los hombres, mas no por Dios—. Es más, perdone
el atrevimiento, yo ni había oído mencionar su nombre.
No le confesaré los sentimientos que súbitamente
me embargaron, cuando le vi aparecer; Dios los conoce… Habiendo pasado ahora el
año, le agradezco su entrega a Dios, a la Iglesia y a todos los hombres. El efecto
no sólo de la novedad sino también de la calidad suya ha ayudado a tantos a
querer a la Iglesia: quienes la querían, la quieren más; quienes no la querían,
ahora quizá sigan sin quererla, pero son menos enconados y más comprensivos.
Por cierto, el mes pasado conocí “la sala
de las lágrimas” —recinto insignificante que concuerda poco con el nombre tan
poético que le dan—. No sé si usted lloró allí. Quizá los cristianos le
habremos dado quebraderos de cabeza durante este su año; pero le pedimos que
siga firme, cumpliendo el encargo de Dios.
Comprendo, Santo Padre, que no leerá estas
letras; sé que muchos concuerdan con estos sentimientos que le expreso. Con todo,
quería expresarlos.
Dios lo bendice, ciertamente; pero quería
decírselo también: ¡Dios lo bendiga, Santo Padre!
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