lunes, 28 de julio de 2014

En la visita a un enfermo

     No deja de causar sensación la sotana; cuando voy por la calle me quedan viendo… Algunos me saludan deferentes; la mayoría, no evita la curiosidad y me ven pasar con cierto descaro. Ya me voy acostumbrando y no les hago caso.
     La semana pasada, adrede, me la puse y me encaminé hacia el Hospital Roosevelt, en la Ciudad Capital, para atender a un enfermo. Me habían advertido que tendría dificultad en hacerlo, porque no dejaban ingresar al hospital a cualquier hora.
     “Disculpe, ¿podría entrar para ver a un enfermo?”, le pregunté al guardia del ingreso. Y me respondió con la misma amabilidad y con cierta seriedad: “¿Sabe en dónde se ubica?” Y le mostré las señas que me habían dado. “Esta dirección no existe –me dice–. Pregunte en información”.
      Uno de los que esperaba turno en información, al verme, me indicó con una sonrisa que pasara, cediéndome el puesto. Me resistí un poco a ese privilegio, pero me insistió, a lo que le agradecí deferentemente.
     El joven que atendía en información me dijo que no era hora de visita. “Yo no vengo a visitar a alguien –le dije–, vengo a prestar auxilio espiritual a una persona que lo ha pedido”. Al final, después de darme la información, me dijo que si el guardia del ingreso me dejaba pasar, que pasara. Gracias a Dios no hubo problemas. Me parece que me ayudó mi “matrícula” (es decir, la sotana).
     El joven paciente al que iba a atender, después de despertarlo con un leve movimiento en el brazo pues estaba dormido, me vio y esbozó una sonrisa. Estaba sorprendido y agradecido de que el sacerdote llegara a verle. Se confesó y le di la Unción. Aunque no le ayude a mejorar del edema pulmonar que padecía –o algo similar–, el espíritu estaba curado; confío en que también el cuerpo se cure, y pronto.
     Lo que no había indicado es el papel de la Providencia en este suceso. Estaba a cinco minutos de venirme hacia Sololá, después de la labor académica en el Seminario de La Asunción. A punto  ya de subirme al carro, me llamó un sacerdote, a quien le habían pedido el favor. Él estaba lejos del lugar, por lo que pensó en mí. Providencialmente, todavía estaba por allí. Luego, gracias a Dios, todo sucedió magníficamente bien. Dios lo compone todo…
     Me seguiré poniendo mi “matrícula”, ahora que tengo la alegría de una sotana nueva, gracias a una generosa bienhechora, a la que estoy muy agradecido.

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