Una mañana,
una mujer bien vestida se detuvo frente a un hombre indigente. Él lentamente
levantó la mirada y distinguió a la mujer que parecía acostumbrada a las cosas
buenas de la vida. Su abrigo era nuevo. Parecía que nunca se había perdido una
comida en su vida. Su primer pensamiento fue: “sólo quiere burlarse de mí”, como
tantos otros lo habían hecho...
“¡Por
favor, déjeme en paz!” gruñó el indigente. Para su sorpresa, la mujer siguió
enfrente de él. Ella sonreía; sus dientes blancos mostraban destellos
deslumbrantes.
“¿Tienes
hambre?”, preguntó ella. “No —contestó
sarcásticamente—. Acabo de llegar de
cenar con el presidente. Ahora vete”.
La
sonrisa de la mujer se hizo aún más grande. De repente, el hombre sintió una
mano suave bajo el brazo. “¿Qué hace usted, señora?”, preguntó el hombre
enojado. “¡Le digo que me deje en paz!”
Justo
en ese momento un policía se acercó. “¿Hay algún problema, señora?”, —preguntó el oficial—.
"No
hay problema aquí, oficial —contestó la mujer—. Sólo estoy tratando de ayudarle para que se ponga
de pie. ¿Me ayudaría?” El oficial se rascó la cabeza. "Sí. El viejo Juan ha
sido un estorbo por aquí estos últimos años. ¿Qué quiere usted con él?”,
preguntó el oficial.
“¿Ve la
cafetería de allí? —preguntó ella—. Voy a darle algo de comer y sacarlo del frío por
un ratito”.
“¿Está
loca, señora?” —se resistió y
protestó el pobre desamparado—. ¡Yo no quiero ir
ahí!” Entonces sintió dos fuertes manos agarrándolo de los brazos y lo
levantaron. “Déjame ir oficial, ¡Yo no hice nada…!”
El
oficial le susurró al oído: “Vamos, viejo, ésta es una buena oportunidad para
ti”.
Finalmente,
y con cierta dificultad, la mujer y el agente de policía llevaron al viejo Juan
y lo sentaron en una mesa, en un rincón de la cafetería. Era casi mediodía, la
mayoría de la gente ya había almorzado y el grupo para la comida aún no había
llegado. El gerente de la cafetería se acercó y les preguntó: “¿Qué está
pasando aquí, oficial? ¿Qué es todo esto? Y este hombre, ¿está en
problemas?”
A lo que respondió el policía: “Esta señora lo trajo aquí para que coma algo”.
A lo que respondió el policía: “Esta señora lo trajo aquí para que coma algo”.
El
gerente respondió airadamente: “Oh no. ¡Aquí no! Tener una persona como éste,
aquí, es malo para mi negocio”.
El viejo
Juan esbozó una sonrisa con sus pocos dientes y dijo: “Señora: se lo dije.
Ahora, ¿sí van a dejarme ir? Desde un principio yo no quería venir aquí”.
La
mujer se dirigió al gerente de la cafetería y sonrió: “Señor, ¿está usted
familiarizado con Hernández &
Asociados, la firma bancaria que esta a dos calles?”
“Por
supuesto que lo conozco —respondió el
administrador con impaciencia—. Ellos tienen sus
reuniones semanales en una de mis salas de banquetes”.
“¿Y se
gana una buena cantidad de dinero con el suministro de alimentos en estas
reuniones semanales?”, preguntó la señora.
“¿Y eso
que le importa a usted?”, espetó con impaciencia el gerente.
“Yo,
señor, soy Penélope Hernández, presidente y dueña de la compañía”, contestó la
señora. “Oh, ¡perdón!”, se disculpó el gerente.
La
mujer sonrió de nuevo, mientras decía: “Pensé que esto podría hacer una
diferencia en su trato”.
Luego le
dijo al policía, que con dificultad trataba de contener una carcajada: “¿Le
gustaría tomar con nosotros una taza de café o tal vez una comida, oficial?” “No,
gracias, señora —replicó el oficial—. Estoy en servicio”.
“Entonces,
¿quizá una taza de café para llevar?” “Sí, señora. Eso estaría mejor”.
El
gerente de la cafetería giró sobre sus talones como recibiendo una orden. “Voy
a traer el café para usted de inmediato, señor oficial”, dijo.
El
oficial lo vio alejarse. Y dijo a su anfitriona: “Ciertamente lo ha puesto en
su lugar”.
“Esa no
fue mi intención —dijo la señora—. Lo crea o no, tengo una buena razón para todo
esto". Se sentó a la mesa frente a su invitado a cenar. Ella lo miró
fijamente...
“Juan
¿te acuerdas de mí?” El viejo Juan miró su rostro, el rostro de ella, con los
ojos lagañosos. “Creo que sí —dijo—, se me hace familiar”.
“Mira
Juan. Quizá estoy un poco más grande, pero mírame bien —dijo la señora—.
Tal vez me veo más llenita ahora..., pero cuando tú trabajabas aquí hace muchos
años, vine una vez, y por esa misma puerta, muerta de hambre y frío”. Algunas
lágrimas se posaron sobre sus mejillas.
“¿Señora…?”, susurró el oficial. No podía creer lo que estaba
presenciando, ni siquiera pensar que la mujer podría llegar a tener hambre. “Yo
acababa de graduarme en la Universidad de mi pueblo — comentó la mujer—.
Había llegado a la ciudad en busca de trabajo, pero no pude encontrar nada. —Con la voz quebrantada continuó diciendo:— Cuando me quedaban mis últimos centavos y me
habían corrido de mi apartamento, deambulé por las calles. Era febrero y hacía
frío, y estaba casi muerta de hambre, entonces vi este lugar y entré con la
mínima posibilidad de poder conseguir algo de comer…”
Con
lágrimas en sus ojos la mujer continuó contando: “Juan me recibió con una
sonrisa”. “¡Ahora me acuerdo!”, dijo Juan. Yo estaba detrás del mostrador de
servicio. Se acercó y me preguntó si podría trabajar por algo de comer”.
“Me
dijiste que estaba en contra de la política de la empresa —dijo la señora—.
Entonces, tú me hiciste el sándwich de carne más grande que había visto
nunca..., me diste una taza de café, y me fui a un rincón a disfrutar de mi
comida. Tenía miedo de que te metieras en problemas. Luego, cuando te vi poner
de tu bolsillo el precio de la comida en la caja registradora, supe entonces
que todo iba a estar bien”.
“¿Así
que usted comenzó su propio negocio?”, preguntó el viejo Juan.
“Sí. Encontré
un trabajo esa misma tarde. Trabajé muy duro, y me fui para arriba con la ayuda
de mi Padre Dios. Posteriormente, empecé mi propio negocio, el cual, con la
ayuda de Dios, prosperó”.
Ella
abrió su bolso y sacó una tarjeta. “Cuando termines aquí —dijo—, quiero que vayas a hacer una visita al señor
Martínez. Él es el director de personal de mi empresa. Iré a hablar con él y
estoy segura de que encontrará algo para que puedas hacer algo en la oficina —ella sonrió—.
Creo que incluso podría darte un adelanto, lo suficiente para que puedas
comprar algo de ropa y conseguir un lugar para vivir hasta que te recuperes. Si
alguna vez necesitas algo, mi puerta está siempre abierta para ti Juan”.
Hubo
lágrimas en los ojos del anciano. “¿Cómo le puedo agradecer?”, preguntó.
“No me
des las gracias” —respondió la mujer—. “A Dios dale la gloria. Él me trajo a ti”.
Fuera
de la cafetería, el oficial y la mujer se detuvieron. Y, antes de irse cada uno
por su lado, "gracias por toda su ayuda, oficial”, dijo la señora Hernández.
“Al
contrario —dijo el oficial—. Gracias a usted. Hoy vi un milagro, algo que
nunca voy a olvidar. Y..., gracias por el café”.
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