lunes, 26 de mayo de 2014

Historias que te hacen pensar (XVIII)

     Una mañana, una mujer bien vestida se detuvo frente a un hombre indigente. Él lentamente levantó la mirada y distinguió a la mujer que parecía acostumbrada a las cosas buenas de la vida. Su abrigo era nuevo. Parecía que nunca se había perdido una comida en su vida. Su primer pensamiento fue: “sólo quiere burlarse de mí”, como tantos otros lo habían hecho...
     “¡Por favor, déjeme en paz!” gruñó el indigente. Para su sorpresa, la mujer siguió enfrente de él. Ella sonreía; sus dientes blancos mostraban destellos deslumbrantes.
     “¿Tienes hambre?”, preguntó ella. “No contestó sarcásticamente. Acabo de llegar de cenar con el presidente. Ahora vete”.
     La sonrisa de la mujer se hizo aún más grande. De repente, el hombre sintió una mano suave bajo el brazo. “¿Qué hace usted, señora?”, preguntó el hombre enojado. “¡Le digo que me deje en paz!”
     Justo en ese momento un policía se acercó. “¿Hay algún problema, señora?”, preguntó el oficial—.
     "No hay problema aquí, oficial contestó la mujer—. Sólo estoy tratando de ayudarle para que se ponga de pie. ¿Me ayudaría?” El oficial se rascó la cabeza. "Sí. El viejo Juan ha sido un estorbo por aquí estos últimos años. ¿Qué quiere usted con él?”, preguntó el oficial.
     “¿Ve la cafetería de allí? preguntó ella. Voy a darle algo de comer y sacarlo del frío por un ratito”.
     “¿Está loca, señora?” se resistió y protestó el pobre desamparado. ¡Yo no quiero ir ahí!” Entonces sintió dos fuertes manos agarrándolo de los brazos y lo levantaron. “Déjame ir oficial, ¡Yo no hice nada…!”
     El oficial le susurró al oído: “Vamos, viejo, ésta es una buena oportunidad para ti”.
     Finalmente, y con cierta dificultad, la mujer y el agente de policía llevaron al viejo Juan y lo sentaron en una mesa, en un rincón de la cafetería. Era casi mediodía, la mayoría de la gente ya había almorzado y el grupo para la comida aún no había llegado. El gerente de la cafetería se acercó y les preguntó: “¿Qué está pasando aquí, oficial? ¿Qué es todo esto? Y este hombre, ¿está en problemas?”
A lo que respondió el policía: “Esta señora lo trajo aquí para que coma algo”.
     El gerente respondió airadamente: “Oh no. ¡Aquí no! Tener una persona como éste, aquí, es malo para mi negocio”.
     El viejo Juan esbozó una sonrisa con sus pocos dientes y dijo: “Señora: se lo dije. Ahora, ¿sí van a dejarme ir? Desde un principio yo no quería venir aquí”.
     La mujer se dirigió al gerente de la cafetería y sonrió: “Señor, ¿está usted familiarizado con Hernández & Asociados, la firma bancaria que esta a dos calles?”
     “Por supuesto que lo conozco respondió el administrador con impaciencia. Ellos tienen sus reuniones semanales en una de mis salas de banquetes”.
     “¿Y se gana una buena cantidad de dinero con el suministro de alimentos en estas reuniones semanales?”, preguntó la señora.
     “¿Y eso que le importa a usted?”, espetó con impaciencia el gerente.
     “Yo, señor, soy Penélope Hernández, presidente y dueña de la compañía”, contestó la señora. “Oh, ¡perdón!”, se disculpó el gerente.
     La mujer sonrió de nuevo, mientras decía: “Pensé que esto podría hacer una diferencia en su trato”.
     Luego le dijo al policía, que con dificultad trataba de contener una carcajada: “¿Le gustaría tomar con nosotros una taza de café o tal vez una comida, oficial?” “No, gracias, señora replicó el oficial. Estoy en servicio”.
     “Entonces, ¿quizá una taza de café para llevar?” “Sí, señora. Eso estaría mejor”.
     El gerente de la cafetería giró sobre sus talones como recibiendo una orden. “Voy a traer el café para usted de inmediato, señor oficial”, dijo.
     El oficial lo vio alejarse. Y dijo a su anfitriona: “Ciertamente lo ha puesto en su lugar”.
     “Esa no fue mi intención dijo la señora. Lo crea o no, tengo una buena razón para todo esto". Se sentó a la mesa frente a su invitado a cenar. Ella lo miró fijamente...
     “Juan ¿te acuerdas de mí?” El viejo Juan miró su rostro, el rostro de ella, con los ojos lagañosos. “Creo que sí —dijo, se me hace familiar”.
     “Mira Juan. Quizá estoy un poco más grande, pero mírame bien dijo la señora. Tal vez me veo más llenita ahora..., pero cuando tú trabajabas aquí hace muchos años, vine una vez, y por esa misma puerta, muerta de hambre y frío”. Algunas lágrimas se posaron sobre sus mejillas.
     “¿Señora…?”, susurró el oficial. No podía creer lo que estaba presenciando, ni siquiera pensar que la mujer podría llegar a tener hambre. “Yo acababa de graduarme en la Universidad de mi pueblo comentó la mujer. Había llegado a la ciudad en busca de trabajo, pero no pude encontrar nada. Con la voz quebrantada continuó diciendo: Cuando me quedaban mis últimos centavos y me habían corrido de mi apartamento, deambulé por las calles. Era febrero y hacía frío, y estaba casi muerta de hambre, entonces vi este lugar y entré con la mínima posibilidad de poder conseguir algo de comer…”
     Con lágrimas en sus ojos la mujer continuó contando: “Juan me recibió con una sonrisa”. “¡Ahora me acuerdo!”, dijo Juan. Yo estaba detrás del mostrador de servicio. Se acercó y me preguntó si podría trabajar por algo de comer”.
      “Me dijiste que estaba en contra de la política de la empresa dijo la señora—. Entonces, tú me hiciste el sándwich de carne más grande que había visto nunca..., me diste una taza de café, y me fui a un rincón a disfrutar de mi comida. Tenía miedo de que te metieras en problemas. Luego, cuando te vi poner de tu bolsillo el precio de la comida en la caja registradora, supe entonces que todo iba a estar bien”.
     “¿Así que usted comenzó su propio negocio?”, preguntó el viejo Juan.
     “Sí. Encontré un trabajo esa misma tarde. Trabajé muy duro, y me fui para arriba con la ayuda de mi Padre Dios. Posteriormente, empecé mi propio negocio, el cual, con la ayuda de Dios, prosperó”.
     Ella abrió su bolso y sacó una tarjeta. “Cuando termines aquí —dijo—, quiero que vayas a hacer una visita al señor Martínez. Él es el director de personal de mi empresa. Iré a hablar con él y estoy segura de que encontrará algo para que puedas hacer algo en la oficina —ella sonrió. Creo que incluso podría darte un adelanto, lo suficiente para que puedas comprar algo de ropa y conseguir un lugar para vivir hasta que te recuperes. Si alguna vez necesitas algo, mi puerta está siempre abierta para ti Juan”.
     Hubo lágrimas en los ojos del anciano. “¿Cómo le puedo agradecer?”, preguntó.
     “No me des las gracias” respondió la mujer. “A Dios dale la gloria. Él me trajo a ti”.
     Fuera de la cafetería, el oficial y la mujer se detuvieron. Y, antes de irse cada uno por su lado, "gracias por toda su ayuda, oficial”, dijo la señora Hernández.
     “Al contrario dijo el oficial—. Gracias a usted. Hoy vi un milagro, algo que nunca voy a olvidar. Y..., gracias por el café”.

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