Los primeros años de mi ministerio
sacerdotal los empleé en atender Concepción, un pueblito indígena que dista
apenas 7 kilómetros de Sololá. He vuelto a atender –aunque ahora como “ayudante”
del P. Francisco- a sus feligreses nuevamente.
Hoy he celebrado la Santa Misa por el alma
de un amigo que murió el día de ayer. Mis condolencias para su familia. Había mucha
gente en la Misa, más de la que estaba acostumbrado a ver en la Misa dominical.
El señor era conocido, y le daban el último adiós.
Y me ponía a pensar en el consuelo que
constituiría para la familia la cercanía, el cariño y las muestras de
condolencia que la gente mostraba. Pero, en los momentos más difíciles de la
vida, la fe y la celebración litúrgica no tiene precio, pues constituye un
bálsamo para el alma, más que para los sentimientos puramente humanos. Desde luego,
hablo ahora por los que aún nos quedamos en la tierra, aunque estemos
ofreciendo el Sacrificio por el alma del difunto.
La Santa Misa bien celebrada, los cantos
apropiados, las oraciones, la predicación... Y si no estuviéramos en la
Iglesia, dejaríamos de percibir este consuelo para el alma. De ahí la exclamación
de santa Teresa al momento de morir: “al fin muero hija de la Iglesia”, que
vendría a significar: “al fin consigo lo ansiado, muero hija de la Iglesia”.
Por estos lares, pocas veces puede el
sacerdote ir al cementerio, acompañando al difunto. Yo lo he hecho hoy. Escuché
los lamentos de algunos familiares, y exaltaban las virtudes del fallecido. Y pensaba
entre mí: ¿qué dirán de mí cuando me muera? La verdad es que poco me importa;
me importa más lo que pueda “decir” Dios de mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario