Los sumos
sacerdotes y los jefes de la ciudad buscaron frenar el nacimiento de la
comunidad de los creyentes en Cristo e hicieron encarcelar a los Apóstoles,
ordenándoles de no enseñar más en su nombre. Pero Pedro y los otros once
respondieron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de
nuestros padres ha resucitado a Jesús… lo exaltó con su poder haciéndolo Jefe y
Salvador… Nosotros somos testigos de estas cosas, nosotros y el Espíritu Santo
que Dios ha enviado a los que obedecen» (Hch 5,29-32). (...)
¿Dónde
encontraban los primeros discípulos la fuerza para dar este testimonio? No
sólo: ¿de dónde les venía la alegría y el coraje del anuncio, a pesar de los
obstáculos y las violencias? No olvidemos que los Apóstoles eran personas
simples, no eran escribas, doctores de la ley, ni pertenecían a la clase
sacerdotal. ¿Cómo han podido, con sus límites y obstaculizados por las
autoridades, llenar Jerusalén con sus enseñanzas? (Cfr. Hch 5,28)
Es claro
que solamente la presencia del Señor Resucitado y la acción del Espíritu Santo
con ellos pueden explicar este hecho. Su fe se basaba en una experiencia tan
fuerte y personal de Jesús muerto y resucitado, que no tenían miedo de nada y
de ninguno, es más, veían las persecuciones como un motivo de honor, que les
permitía seguir las huellas de Jesús y de parecerse a Él, testimoniándolo con
la vida.
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